¿Quién les explica ahora que en realidad tienen abiertas las puertas del futuro? ¿Que ya han quemado una etapa, hermosa pero transitoria, y que la mamá de Forrest tenía razón como la santa que era, y la vida es como una caja de bombones, y nunca sabes lo que vas a encontrar, pero que si no los pruebas unos y otros jamás sabrás cuáles son, de verdad, los más sabrosos?
Hoy, el resto de mis chavales de tantos cursos seguidos, por fin, se han dado cuenta de que ya somos pasado y recuerdo. La selectividad de septiembre, ya saben. Punto y final, ahora sí, a los años de la ESO y el bachillerato, a las asignaturas hueso y las asignaturas tontas, a los amigos chuflas y los de corazón abierto, a las inseguridades adolescentes y las rebeldías de la misma edad. Unos han aprobado, con poca nota (estamos en septiembre, claro). Otros no, y se quedarán un año, quién sabe, como ectoplasmas de la vida de los otros, sin saber qué hacer, dónde meterse, porque no habrá carrera que los acoja, si ni siquiera a muchos de ellos, retrasados dos meses, les servirá la media, con lo altas que están las notas de corte.
Vienen a ver la cartelera con las notas y se nota que no les llega la camisa al cuerpo. Esta vez, lo saben, va en serio. Llegó el tiempo de decirnos adiós y de seguir viaje: como ese largo recorrido en tren que quise enseñarles que era la historia de la literatura el año pasado, ese mismo recorrido en tren que hace apenas seis días comencé con los alumnos de este año, el colegio y los profesores, todo lo que han vivido y querido y sufrido y reído en estos tres, cuatro años será a partir de ahora recuerdo. Su viaje sigue. El nuestro vuelve a la estación de partida, para iniciar un nuevo periplo que nos llevará, ay, al mismo sitio.
Me contaban que Irene, que repite curso, llegó al colegio la semana pasada, deseosa de reencontrarse con sus amigos de siempre (o, vale, sus amigos de hace tres años), y que notó la ausencia de saberse ella sola, rodeada de otra gente que no son ellos, gente que ahora son (espero que por poco tiempo), unos extraños.
Me contaban que Esti, que repitió el año pasado y perdió el tren de su promoción y de su curso, no es hasta ahora, cuando empieza segundo de bachiller, que se da cuenta de lo que es repetir y quedarse descolgada, porque todo su círculo ya no está, y ahora lo nota, a destiempo.
Algunos de mis niños de casi toda sus vidas rondan los pasillos, buscándose todavía en las clases, patitos queridos que todavía no rompen la imprintación a la que, sin querer, los hemos sometido. Tienen miedo al cambio. Les asusta, naturalmente, el futuro. Se ven obligados a decidir estudiar una carrera que, posiblemente, ni siquiera sea la carrera que querrían, porque no les llega la media, o el dinero, o la capacidad.
Mal que nos pese a todos les llegó el momento de echar a volar. A buscar nuevos nidos, a saborear nuevos aires.
A nosotros, jefes de estación, revisores de vuestro viaje, nos toca volver a empezar. Adiós a todos. Buena suerte. Lo malo de esta profesión, lo he dicho ya, es que estamos condenados a repetir curso siempre.
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