Ya hemos dicho en ocasiones que el concepto británico de lo que es una serie de televisión se acercaría a lo que en otro medio entendemos por novela, mientras que el concepto norteamericano sería equivalente al folletín. Es decir, mientras los segundos estiran y estiran una situación interesante hasta agotarla y volverla increíble, aburrida o predecible, los primeros cuentan sus historias en el número de capítulos justos, normalmente no más de ocho, cerrando las tramas y argumentos y, si acaso, dejando abierta la posibilidad de contar una nueva historia con los mismos ambientes o con los mismos personajes.
Esto se nota, y mucho, y bien, en la serie Broadchurch, un policial inglés que se acerca quizás a los policiales del norte de Europa tan en boga, donde se nos cuenta una investigación y sus ramificaciones hasta la resolución del conflicto. Y lo hacen una serie de directores y un guionista a quienes conocemos de otros trabajos en las antípodas de esta narración (Doctor Who, Torchwood, Camelot, Londres: distrito criminal) y que sin embargo se mueven como peces en las aguas de ese mar que es una constante en la serie.
Un niño de once años aparece muerto en la playa de Broadchurch, pueblecito turístico costero de Inglaterra, y en torno al asesinato se reúnen una serie de personajes, los miembros de la familia destrozada, la comunidad de un sitio casi idílico donde nunca pasa nada, la policía del lugar y el policía agrio que viene a resolver la situación, más la prensa sensacionalista que puede encontrar un filón en este suceso. A lo largo de los ocho episodios que dura la serie, y basándose en una construcción de personajes prodigiosa, un trabajo actoral que asombra porque, además, tiende a la naturalidad en todo momento, y una dirección que hace que nos preguntemos si estamos viendo cine y no televisión, Broadchurch consigue interesarnos no solo en el whodunit, sino en el whydunit, al tiempo que la azarosa investigación y sus vericuetos consigue poner en el ojo sospechoso del espectador a todos los personajes que asoman, desde el propio padre de la víctima al vicario, la vieja huraña y solitaria, el vendedor de artículos playeros.
Se nos muestran los pequeños pecados nefandos, las grandes miserias, los vergonzosos secretos, las soledades, las tristezas de los personajes. Unos personajes perfectamente escritos y perfectamente interpretados, desde el policía antipático y antisocial que encarna David Tenant al cura joven y alcohólico que interpreta otro whovian, Arthur Darvill, pasando por el padre angustiado aburrido de su situación matrimonial (Andrew Buchan, a quien vimos en el muy diferente papel de abogado Garrow), pasando por el inquietante David Bradley (sí, exacto, el de la Boda Roja), y en especial la policía y ama de casa Olivia Colman. Cada personaje y cada actor tiene su momento o sus momentos de gloria, pues se presentan como personas de carne y hueso a quienes la situación anormal de un asesinato los altera y los descubre.
La escena de la madre (una espectacular Jodie Whitaker) convertida en centro de atención de los clientes del supermercado mientras se queda traspuesta al contemplar los cereales que hasta ayer mismo compraba para su hijo pone un nudo en la garganta. Y la resolución final, con la explicación del asesinato, su sinsentido y sus implicaciones sobre el futuro del pueblo y sus habitantes, deja en la boca el sabor agridulce de la obra perfecta que nos retrata por lo imperfectos que somos.
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