No fue nunca una gran actriz ni una gran cantante. Pero fue una diva. Lo más parecido que hemos tenido jamás en España a las estrellas del couché y el glamour de otros cines foráneos, como un cruce a destiempo entre Jane Russell y Elizabeth Taylor. Guapa de pueblo, superviviente de la guerra civil, quiso ser rubia al principio y acabó siendo estereotipo racial, hasta en la copla que no era suya: niña bien o pecadora encarcelada, amante mora de Felipe el Hermoso casi inspirada en la Zoraida de El Guerrero del Antifaz, recatada por imperativo legal y, en su pase al cine americano, la protagonista secundaria de dos westerns apreciables, quizá lo único salvable de su carrera: Veracruz y Yuma, dos papeles parejos que la encumbraron y la condenaron a ser india o mexicana pero no pudieron atarla a una cinematografía que posiblemente le era ajena, problemas de idioma aparte.
Amiga y algo más de los republicanos en el exilio de México, sorprende que prefiriera el corsé de la España de la época a la libertad de las Américas, pero quizá prefirió ser aquí cabeza de león que cola de ratón allá el resto de su vida: el éxito de El último cuplé la convirtió en la pecadora oficial de nuestro cine, la transgresora, la señora que encandilaba a los señores al pasar, la hembra de rompe y rasga que vive un poco aparte de la sociedad, como vivió siempre ella. Fue una bomba a su aire y tuvo el mérito de serlo con elegancia, simplemente insinuando en las pantallas lo que se intuía en su vida privada, abundante en amores y en los lujos mallorquines que nos están vedados a la mayoría.
Se inventó un personaje y lo explotó hasta ayer mismo: de Sarita Montiel a Saritísima. Actriz, entonces. Si la hubiera escuchado cantar aquello de “Fumando espero”, Sigmund Freud no habría sido capaz de decir que a veces un puro es solamente un puro.
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