Yo quisiera ser como Juanito y no sentirme extranjero en ninguna parte, pero a veces no lo consigo y sobrevivo las horas instalado en el descoloque. Como ayer mismo, fíjense ustedes, que nos tocó, porque tocaba, ir a la Feria. El único día de Feria que nos permitimos, gracias a Dios, que no están los cuerpos, ni las carteras, para estos trotes.
A ver, no me confunda nadie: me he divertido en la Feria, he reído en la Feria, he bebido en la Feria, hasta he bailado en la Feria (si lo que yo hago, dando manotazos y trabucando los pasos, es bailar). Incluso di mi primer beso en una Feria y hasta una rubia despampamente, confundida o borracha, me morreó al paso como si estuviéramos rodando un spot de perfume de rosas.
Pero la Feria de pronto llega de sopetón, cuando no la estás esperando (antes, cuando la gozaba más, era a mediados de mayo, ahora es ahora), y te deja todavía descolocado con ropa que ni siquiera es de entretiempo, con el paladar aún lleno de papelillos y la suela de los zapatos manchada de cera roja. De ahí el descoloque. Desembarcar en una feria, cuando la feria ya lleva tres días en marcha y tú aún no sales del asombro de lo rápido que se suceden los viernes, debe ser similar a eso que sienten los guiris cuando visitan San Fermín, o Las Fallas. O, sí, la Feria, de ahí que haya tantos extranjeros copichuelando con los demás (e incluso existe el caso de un americano que, en el paseo de caballos, cabalgaba su montura vestido no de corto, sino de cowboy, porque ése era precisamente su traje típico).
Me desconcierta mucho, a mí, la feria. Esa ciudad que se levanta fuera de la ciudad y reproduce trozos de la ciudad en las fachadas de las casetas. El trazado de las calles, más perfecto que el trazado de las calles de la ciudad de verdad, pero convenientemente atascado de bostas de caballo, caballos con jinete, y mucha gente que intenta cruzar cuando no debe. Un trazado y unas casetas que son similares año tras año, levantadas siguiendo el plano inexistente del recuerdo: la caseta municipal donde la caseta municipal, Corrígete Charo en la esquina de siempre, Los Amigos de Sevilla guardando la otra esquina. O sea, así, saltar de año en año de una feria a otra es como viajar en el tiempo de uno mismo, y sorprenderse lo justo de que quien antes charlaba contigo vestida de faralaes en el momento de un parpadeo se ha cambiado los colores de los volantes, o tus amigos de pronto visten más canas, o no han venido, o ya no están.
Es el primer día en que se nota el calor. En que afecta el ruido machacón de unas canciones que, porque soy de donde soy, no forman parte de mi acervo. El primer día que observas con satisfacción la belleza de las jóvenes vestidas de flor, de las maduritas interesantes luciendo todavía jardines de carne.
Pero me desubica la feria. Me aturde. Me cansa. No la entiendo ya, si quise entenderla alguna vez. Tan cara, tan falsamente superados los clasismos que son marchamo de otras ferias, tan nacionalísticamente andaluza en sus sonidos y en sus poses.
Sólo un día de Feria me basta y me sobra. Como calentamiento al verano, tal vez, sea necesaria. Compadezco a quienes, atrapados en el laberinto de casetas, todavía tienen por delante hoy y mañana.
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