Iba a comprar el pan y se encontraba a Nadiuska y nos lo contaba con gracia, sin saber que lo mismo nos ponía los dientes largos. Tenía una vecinita llamada Natalia y nos hicimos amigos de ella al leerlo en sus crónicas. Hubo una época en que aquí servidor de ustedes leía los periódicos al revés, de atrás hacia adelante, quizá como hace todo el mundo, pero no por buscar las esquelas (nunca reconozco los nombres de los muertos en papel impreso), sino por leer la columna diaria de Francisco Umbral. O sea, del indiscutible maestro, el madrileño recriado en Valladolid que nunca obtuvo el sillón de la Academia (lo cual demuestra que hubo y hay intelectuales mucho más cegatos que él mismo).
Yo de adolescente quería ser Francisco Umbral (siempre tengo mucho cuidado de no decir «Paco»). Cuando pasamos de los héroes adolescentes de los tebeos a buscar otros referentes en este mundo de contaminaciones y asfaltos, yo quise ver el mundo como lo veía Umbral, desde la sorna y el amor a los libros, embelleciendo mentiras y desnudando verdades (y beldades). Todavía no sé hasta qué punto el hermano Téllez y yo somos bufanderos (él, además, pajaritero), por imitación inconsciente del maestro.
Umbral escribió no sólo el libro que yo todavía quiero escribir, sino que escribió el libro donde yo quiero vivir. O sea, Las Ninfas. Si hay un libro que a mí me haya marcado, y lo he dicho en muchos sitios, es ése, porque aprendí que el aburrimiento de cualquier habitación se describe con la palabra «oblongo», y porque todo intento de asomarte al mundo de la literatura desde dentro, con o sin guantes amarillos, pasa por esas tertulias de provincias y ese equilibrio de pescaderas bravías y niños repelentes llamados Cristo-Teodorito. Umbral fue el puente que nos ayudó a conocer a Baudelaire, a Larra, a Proust, a los malditos, a disfrutar de la prosa como si fuera poesía, a comprender que la literatura es enigma y ritmo. Se inventó varias veces: como articulista, como novelista, como personaje público, y pasó sin que él mismo se diera cuenta de joven rebelde con bufanda y botines y gafas de concha a viejo cascarrabias de pelo largo a juego. Siempre quiso ser sublime sin interrupción, aunque quizá no lo consiguió en todo momento.
En los últimos años de su vida cultivó una imagen arisca, creando un personaje que el gran público, ese que nunca leyó sus libros, en seguida rechazó, sin saber que todo estaba preparado y previsto por el viejo cínico. Que los humoristas de este país hagan sketches no de folklóricas y actores, sino de intelectuales de la cosa, y todavía se repita en sus chistes aquello de «Yo he venido a hablar de mi libro», demuestra que Umbral, aquella noche con Mercedes Milá, sabía en el fondo a lo que estaba jugando: a ponerse una máscara más, a continuar labrando su reputación a golpe de escándalo.
Quienes nunca han leído a Umbral, claro, jamás podrán indagar más allá de ese personaje mimado y acicalado durante décadas por él mismo. Porque más allá de la fachada, más allá del articulista pendenciero y burlesco que reinventaba el idioma de continuo, en sus muchos libros se retrata un hombre lúcido, sensible, enamorado de la palabra y de la luz que falsea su propia biografía (en casi todos sus libros Umbral habla prácticamente de sí mismo) y convierte la vida en literatura o viceversa. No hay un libro más sincero, más doloroso y terrible en la historia de la literatura española del siglo veinte que ese Mortal y rosa con el que he dado título a este artículo.
Una vez le preguntaron por qué publicaba tantos libros. Umbral no se cortó un pelo: «Por el olor», dijo, «porque no hay nada más hermoso que respirar el olor de un libro nuevo, un libro mío». En ésa, como en tantas otras cosas, Umbral puso voz a un sentimiento que luego otros hemos compartido.
Descansa en paz, maestro.
(Publicado en La Voz de Cádiz el 3-09-07)
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