Qué responsabilidad. Qué corte, jolín. Qué apuro. Todo el que me encuentro por la calle me suelta a bocajarro que tengo que hablarles aquí a ustedes del alumbrado de la avenida de los muchos nombres. Es uno de esos momentos en que uno piensa aquello de “tierra, trágame”, porque la verdad, qué quieren que les diga, a mí el alumbrado de este año, me atreveré a decirlo, como que me gusta. Ea, ya lo he dicho.
Vale, sí, tampoco es para tirar cohetes. Los adornos navideños lo que tienen es que son muy poquito variados, y aquí no tenemos una Ágata Ruiz de la Prada ni un diseñador modelno (no es errata, advierto) que llene las calles de palabritas al azar, hasta malsonantes a veces, y colorines de mareo en barco, pero comparen ustedes, si les llega la memoria, con los pegotes que hemos tenido tradicionalmente adornando (por decir algo) nuestra arteria mayor, cuatro bombillas peladas alrededor de un alambre retorcido hechas con un sentido estético que daba grima, y coincidirán conmigo en que algo hemos progresado este año.
Que sí, que cuesta una pasta gansa según parece. Que sí, que podrían invertir ese dinero en arreglar otras cosas que demandan atención más inmediata, pero hay tantas que lo mismo no sabrían ni por dónde empezar y la navidad, por fortuna, sólo llega una vez al año. Que sí, que las torres son feas como ellas solas, y hasta pueden resultar peligrosas si alguien es lo bastante inconsciente para intentar encaramarse a lo alto de una de ellas para ver si viene el autobús (que les advierto que con tanto floripondio colgando no va a verlo). Que sí, que están destrozando las aceras y lo mismo hasta se están pasando poniendo tantas y con tan poca separación entre sí (lo del “Horror Vacui” que comentaba Manolo Ruiz Torres hace unos días, aquí mismo pero los martes). Que sí, que se nota a la legua el plumero navideño con eso de que entramos en la recta final hacia las próximas elecciones, pero para una vez que de verdad vemos el impulso del ayuntamiento y podemos casi tocarlo, tampoco nos vamos a poner pejigueras.
Cierto, puede que erigir tantísima torre y luego retirarla, conociendo como conocemos estas cosas, nos lleve a encontrar luego alguna de ellas olvidada allá por el mes de agosto. Y es de suponer que el dineral que se ha invertido en el exorno será reciclable para otros años, por lo que esperemos que tanto agujero cuadrado como salpica nuestras aceras se tape con alcantarillas (otro gasto en material), porque si no esto va a ser el cuento de nunca acabar, que de experiencia de abrir y cerrar calles como si fueran cremalleras estamos todos un poquito hartos.
A mí me preocupa que las luces molesten de noche a los conductores, que no puedan distinguir los semáforos y acaben atropellando a alguien y perdiendo los puntos esos que nos hacen a todos retrotraernos a los años de las cartillas de racionamiento. Y que el viento, que en estas fechas es bastante puñetero, les de una batida y acabe por desplomar los exornos en el coco de algún transeúnte o el vehículo de alguien que esté por ahí esperando el atasco: hoy mismo he visto cómo bailaban un kasachov desenfrenado y rápidamente me he quitado de en medio, por si las moscas.
Harán bien los vecinos de la avenida nueva (esa que ahora han descubierto que tiene escasez de semáforos) en protestar porque a ellos no les va a llegar la navidad en forma de luces de diseño. Para otro año. O sea, hasta dentro de otros cuatro.
Imagino que tantísimo adorno se reciclará para el carnaval: un tironcito por aquí, un doblecito por allá, y todo regado de máscaras y payasos en vez de ese espumillón que este año no tiene forma de reno ni de elfo. O lo mismo no. Porque a mí me parece que, con todo, los adornos son demasiado bajos: no sólo nos van a impedir ver la luz roja de los semáforos, sino que, si resisten hasta el carnaval, los bailones de las carrozas gigantescas que tan bien diseña el amigo Jose Antonio Migueles van a tener que ir agachándose para pasar por debajo, o saltando por encima como el chino Cudeiro ese del programa Humor Amarillo
(Publicado en La Voz de Cádiz el 27-11-06)
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