Me disculpan ustedes la ausencia de esta semana, pero desde que me he vuelto baúl de folklórica es que las empalmo unas con otras. De oca a oca y tiro porque me toca, he pasado los tres últimos días en Madrid, o mejor dicho, de viaje a Madrid, o mejor dicho todavía, en viaje hasta Madrid, con tres compis y cien chavales de primero de bachiller.
O sea, la excursión-paliza de todos los años, que en el fondo nos encanta porque nos permite al menos disfrutar un par de días de teatro. Ese año, "El cartero y Pablo Neruda" el miércoles, y "Mamma Mía" el jueves. Buenos momentos en ambas obras, minimalismo en la primera, franquicia en la otra, con un buen juego de voces y una mala dirección de actores: no todo el mundo puede ser a la vez cantante de vozarrón aplastante, profa televisiva y actriz, pero bueno.
Es divertido viajar con un centenar de adolescentes porque te das cuenta de que, por más que quieran ser mayores y se disfracen de mayores y usen los usos y abusos de los mayores (si yo fuera cineasta, y hasta programador televisivo, cambiaría los documentales de la dos por un par de programas sobre la jungla de la ley de la discoteca y otros memes aprendidos), por más que quieran ser mayores, siguen siendo unos críos que, independientes de sus padres, están más perdidos que un caballito de mar en Ascott. Desde el principio me fui dedicando a contestar contando a sus preguntas tontas, con la idea de que pensaran por sí mismos y vieran que estaban preguntando tonterías (los demás cantaban luego aquello de "La pregunta gilipollas, la pregunta ya llegó" que cantaban, creo, en Lo más Plus). No se pueden ustedes imaginar la de dudas metafísicas de respuesta inmediata que nos han hecho: tantas, que perdí la cuenta cuando soprepasamos el centenar.
Dos perlas. La primera, me parece un puro goce surrealista. En el camino de ida, en una de las paradas, alguien pregunta: ¿"Ya estamos aquí"?. Creo que ni siquiera le consté que aquí estábamos desde siempre.
La otra revela un mucho de su ingenuidad y me parece un absurdo delicioso. El Escorial, está lloviendo la del pulpo, estamos todos y todas empapados y cargados con bolsos, macutos y paraguas. Nos ponen en fila para entrar en el chalecito adosado de don Felipe II y, como es de imaginar, nos van pasando por el detector de metales, una vaina coñazo que se centuplica por la mojada y los paraguas y la moda de ahora, que se empeña en acortar las faldas y agrandar las hebillas metálicas de los cinturones.
Me quedo con los últimos grupos, y una de las niñas abre el bolso y me pregunta, con carita de ingenuidad y de apuro: "¿Esto pitará?".
Y me muestra, santa inocencia, un cuchillo de dos palmos y de acero inoxidable que se ha llevado como quien no quiere la cosa, en previsión del bocata de más tarde, de la mesa del desayuno.
Comentarios (24)
Categorías: Reflexiones