No sé si lo he contado en alguna novela, o aquí mismo quizás, o lo he narrado de viva voz cada vez que se tercia entre dos copas y una noche de conversación por delante. Hubo una vez que fui malo y me porté fatal, y a pique estuve de provocar un incidente en un restaurante. Ahora me río, como me reí entonces, con pose de Bogart o de Corto Maltés, pura fachada por esconder el cabreo que me comía por dentro. No sé si quedé como un señor o como un gilipollas, pero sí me quedé a mis anchas y eso no me lo quita nadie.
Les cuento: verano, agosto, hace doce o quince años. Unos amigos, mi mujer y yo, restaurante al aire libre, reconvertido de otro restaurante de más postín, mesas, velitas, qué sé yo. Como es agosto, y es aquí abajo, el servicio es lento, muy lento. Ni recuerdo cuántas veces le recordamos al camarero que falta todavía una cocacola.
El camarero es un adolescente de esos que me desayuno todos los días de treinta y cinco en treinta y cinco (en aquella época pre-Logse, de cuarenta en cuarenta). Desgarbado, granujiento, no llevaba tatús ni piercings porque no era la moda, ni lucía pendiente en el lóbulo de la oreja, ni tenía un corte de pelo a lo pollo, pero más o menos hoy sería su equivalente. O sea, lo que les digo, como cualquier alumno chulángano que vive de creer que es más listo y más guai que nadie y acaba, las ironías de la vida, las paradojas del destino, trabajando de camarero, donde tiene que tragarse una a una todas las salidas de tono de los clientes.
Uno de esos clientes, el día que fui malo, fui yo mismo.
El camarero es un adolescente que no sirve para el oficio, porque está empezando aún o porque tiene la vista puesta en la hora de salida (la madrugada) y lo que hará con la moto, con la priva y con la chorba. Está aquí como podría estar robando coches, o rompiendo retrovisores, o mirando al mar sin sentir un retortijón de envidia.
Mientras esperamos a que lleguen los platos, me bebo la cerveza. Siempre me bebo muy rápida la cerveza, sobre todo el primer vaso, sobre todo si es verano y hace calor, sobre todo si me sale de las narices beberme rápida la cerveza, y sobre todo-todo, si el vaso es una caña ridícula, una copita estrechita como las caderas de aquella chica con la que bailé una vez, alta y espigada y con poco espacio para el líquido.
Llamo al camarero y el camarero, claro, no me atiende. Lo vuelvo a llamar y el camarero, claro, va a su bola. Mis amigos fuman y él esconde el gesto de cabreo tras las manos anudadas ante la cara. Mi mujer y la suya hablan de nimiedades mientras yo sigo erre que erre intentando que el camarero que no está en lo que tiene que estar me atienda.
Y cuando por fin lo hace, le digo que me traiga otra cerveza. Tengo la copa estrecha como las caderas de Carmen en la mano, tendida hacia fuera de la mesa, el gesto que uno hace en cualquier bar o cualquier restaurante para hacerse entender por encima del ruido de las conversaciones de fondo. Y le insisto al camarero que me traiga una copa más grande, como aquella que, en la mesa del otro lado, se está bebiendo un cliente.
El adolescente me mira con gesto de desprecio, perdonándome la vida, y contesta muy claro, masticando las palabras: "En esa copa cabe lo mismo, cojones".
Y es entonces, sin perder la calma, puro Remington Steele, que yo decido ser malo, muy malo, y sin pensarlo siquiera, todavía el gesto del brazo extendido, la copa estrecha como aquellas caderas en junio del año 80, pero sin su olor, respondo "Ya no", y abro la mano, y la copa cae y se hace añicos en el suelo, con una explosión que retumba en todo el restaurante y hace que todas las cabezas se vuelvan a mirarme. Reciben a cambio una sonrisa.
Mi mujer y mis amigos, de momento, no saben dónde meterse. Pero yo no pierdo la calma. El maitre (que es el dueño del restaurante) está blanco en la puerta. Ha comprendido perfectamente lo que ha pasado. Ni viene a pedir explicaciones ni necesita oírlas. El camarero se ha puesto rojo como un tomate, sé que por su cabeza despeinada de adolescente venido a nada se le ha pasado la idea de gritarme, o de intentar agredirme, o qué sé yo. Pero se queda parado, mientras yo me vuelvo y continúo la conversación y una por una las cabezas de todos los clientes se giran y vuelven a sus platos o a la espera de sus platos.
El camarero adolescente no vuelve a servirnos esa noche. A los dos minutos una chica presurosa, nerviosa y rubia, trae mi cerveza nueva en la copa grande que alberga más capacidad, diga lo que diga el otro, y un ratito después nos llegan los platos, y comemos, y pagamos y nos vamos saludando.
Sé que fui malo, pero quedé como Dios. Sé que fui malo, pero me quedé la mar de a gusto e imagino que el camarero adolescente aprendió que aquel no era su sitio. Sé que fui malo pero no me arrepiento ni mijita.
Vamos, que doce o quince años después estaría dispuesto a volver a hacerlo.
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