Cuando los pájaros se van, ellos vuelven. Puntuales, cada quince de septiembre más o menos. Con la ropa oliendo a nueva, repeinados y con ojillos de sueño, o de pura expectación, rendidos al ansia de darse cuenta de que su mundo cambia.
Vuelta al colegio. Si la ciudad estaba tranquila, ahora es ya un galimatías de autocares de carga y descarga de mocosos, de papás y mamás que hacen hueco en sus trabajos para acompañar si acaso a los benjamines a ese primer día donde la vida da un vuelco de sopetón, sobre todo a los más pequeños, de chachas que hacen las veces de uno o de otra y están a la que salta, entre abrigos llevados en bandolera sobre los brazos y bocadillos envueltos en papel de plata, dentro de mochilas de Pokemon.
Todo son prisas en casa: el remoloneo antes de salir a rastras de una cama que te deja prendida las sábanas en los tobillos como las aguas de la playa que a partir de hoy será un recuerdo; el lavadito rápido, ponerse calcetines y zapatos y jerseys y trajes plisados (dentro de un par de meses será la batalla de localizar dónde quedaron los guantes y las bufandas), y luego hacer como que desayunan delante de un colacao que ni tocan, pendientes de unos dibujos animados que ya no corresponden a la hora de la merienda, porque han sido expulsados por cuatro papafritas con complejo exhibicionista de esa franja horaria y han tenido que madrugar, como los mismos críos, a la fuerza.
Sé que llevan la procesión por dentro. Unos, porque cambian de ciclo (ahora los cursos van de dos en dos, como las parejas de la guardia civil) y por tanto de maestro o de maestra. Otros, porque temen enfrentarse al matón del año pasado, o se mueren de ganitas de volver a ver al niño o la niña de sus sueños, para demostrar lo mucho que han crecido este verano, o que ahora tienen gafas, o que están aprendiendo a ser surferos. Los menos, y es el fallo adquirido de nuestro sistema educativo, repetirán curso, y entrarán en los colegios intentando no hacer sombra, no vaya a ser que alguien los identifique y suenen alarmas y les cuelguen una letra R en la espalda, como si fueran unos apestados, porque quizá nadie se ha tomado la molestia de explicarles que no lo son, ni de lejos, y que en el fondo es bueno que la vida te de una oportunidad de empezar de cero, porque más adelante ya no te la va a dar, ni aunque la quieras.
Van los chavales deslomados a veces, echándole un poco de cuento quizá a la cosa para que otro cargue con la sabiduría que, en teoría, dentro de nueve meses tendrán que haberse metido en el coco. Son libros hermosos, con fotos y colorines, todos políticamente correctos. Chupados, nos parecen a los padres, que tendremos que repescar aquellos cuadernillos de problemas que andan en casa de los abuelos porque nos da corte confesar, así de sopetón, que no nos acordamos de los quebrados y que los ríos de Europa ya no sirven ni para contestar en el Un, dos, tres... si lo han quitado de la programación y tampoco se ganaba una pasta para tirar cohetes. Aparte, claro, del cabreo de lo que valen, y la pregunta que todos piensan pero nadie expresa en voz alta: si antes con un solo libro (pongamos la Enciclopedia Alvarez) sabíamos mucho más que los niños de ahora, dónde está la gracia de tener que ir cargando con media biblioteca de Alejandría en el macuto.
Los pequeñines lloran. No es para menos: más llorarían si supieran que ese es el destino que les esperará, repetido cada septiembre, durante los próximos quince o veinte años.
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