Lo conocí por casualidad, en un aeropuerto o una estación de trenes, no recuerdo bien, cuando iba a iniciar uno de esos viajes pesados a los que la profesión que uno aspira lo tienen obligado. Edición de bolsillo, El eco negro, ganadora del Premio Edgar o tal que así. No me llamó demasiado la atención. Seguí girando el tenderete y vi que había otro libro del mismo autor y el mismo personaje, con un título casi igual, El hielo negro, y por fin el nombre del detective anunciado en alguna parte: Harry Bosch.
Como vi que eran dos libros, no sé por qué, sin encomendarme a Dios ni al diablo, los compré los dos. Y empecé a leerlos en el tren o el avión que iba a coger minutos más tarde. Hasta hoy. En seguida me hice amigo de ese policía (no detective, como creí en un principio) que era justo heredero de mi gran amigo Philip Marlowe, solo que en una ciudad de Los Angeles que era más de ahora, más melancólica y solitaria que nunca, con los ecos del jazz inherente al género negro mezclados en sabia armonía con estridencias raperas y música acid house.
Es la gran característica de Harry Bosch, hijo de prostituta soltera, carne de hospicio, niño de bandas, rata de túneles en Vietnam y por fin policía en Los Angeles. Su nombre es la abreviatura de Hieronymous Bosch, o sea, El Bosco, un cuadro que le gustaba mucho a su madre hasta el punto de darle a su hijo el nombre del pintor, y ya saben ustedes qué tipo de maravilloso pintor era. Su actitud es la de un policía cansado, obsesivo y triste, pero recio. Honrado, posiblemente. Un superviviente. Lejos de los grandes personajes desquiciados de ese otro gran autor de novela negra contemporáneo, James Elroy (y sin las locuras estilísticas que vuelven, ay, últimamente a Elroy incomprensible), Bosch es un hombre normal en un mundo anormal, un héroe anónimo y anodino a quien la burocracia de su profesión atosiga hasta lo indefinible. Su ciudad es una ciudad de contrastes y de colores apagados, de noches de neón y azules de bala: infierno y paraíso al mismo tiempo, un caos de carreteras y vidas que se cruzan. Hay una enorme capacidad de observación por parte del autor (hora es ya de que diga su nombre, Michael Connelly), y esa capacidad de observación sirve por igual para los entresijos de una investigación policial como para la descripción de ese otro coprotagonista omnipresente en los casos de Bosch: la ciudad misma. Una ciudad real donde se cita por igual al actor, el político o el presentador de televisión famoso como al personaje inventado que sirve para darle sal a la trama. Esto es Los Angeles de Rodney King y de O.J. Simpson, de los terremotos y los Juegos Olímpicos, de la psicosis tras las Torres Gemelas que sacudió al país hasta los cimientos.
Acabo de terminar de leer el último libro, Ciudad de huesos, publicado por Ediciones B como toda la serie (aunque no están publicados los siete libros, me parece: al menos no tuve paciencia y pillé los que me faltaban en inglés, así que no he estado atento a ver si salían o no en castellano), y corroboro una vez más ese sentimiento de soledad que acecha a Bosch, un hombre que apenas tiene amigos, aunque es fiel a los que tiene. No es quizás el mejor libro de la serie, quizá porque Connelly va ganando en oficio y va perdiendo la dureza de los primeros libros para ganar en facilidad para meterse en el bolsillo al lector: los capítulos son más cortos y, por eso mismo, casi falta esa reflexión de otros libros anteriores. Ya no se describe apenas a Harry, ni se insiste en su bigote ni en su edad, pero compruebo con tristeza que ha vuelto al tabaco. No es el mejor libro de la serie pero lo recomiendo vivamente, como la serie entera (como los otros libros de Connelly que no están protagonizados por Harry Bosch). Mi favorito sigue siendo The Last Coyote, pero esta ciudad de huesos que es la metáfora no del cadáver enterrado del caso, sino de la ciudad de Los Angeles, de la sociedad misma, pone a Harry en situación para convertirse a partir de ahora, definitivamente, en el nuevo Philip Marlowe. Harry Bosch no necesita juicios de valor, las novelas no están escritas en esa primera persona amarga y ácida que nos regaló ese gran escritor que fue Raymond Chandler, pero la capacidad de ver más allá de personas y motivaciones, de sentirse parte de un hormiguero condenado a ser aplastado desde fuera o desde dentro cualquier día, la soledad, la tristeza, la imposibilidad de cerrar los casos o, simplemente, de hacer justicia, son quizá el paso necesario y lógico para el arquetipo policial. A su modo, aunque no lo diga, también Harry Bosch es un moralista. Está herido de muerte, herido de amor por la vida, como los estuvo Marlowe, como lo estuvo antes que él Toby Peters, su otro heredero. Y por eso leer sus aventuras es como reencontrarse con una ética y una estética que viene de lejos y va, quién sabe si como nosotros, a ninguna parte.
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