Me perdonan ustedes un par de cosas: no he leído las novelas, cosas mías, y tengo por norma no hacer religión de mis gustos. Con lo cual mi acercamiento al fenómeno Juego de Tronos tiene el despegue justo para que no me hagan ustedes el menor caso si pertenecen a cualquiera de esos dos grupos que menciono (o al único grupo, que también puede ser el caso). O sea, que no me refiero a la capacidad de Martin para tejer historias, ni a la truculencia de los banquetes de bodas, ni a lo enrevesado de las tramas, sino a la serie televisiva y, más concretamente, a la tercera temporada que acaba de terminar.
Debe de ser muy difícil adaptar una historia que tiene tantos miles de páginas, que ni siquiera se sabe cómo terminará, ni si terminará, ni cuándo se terminará, ni qué vericuetos seguirán tomando los personajes ni, como temía Truffaut, si alguno de los actores no viva para contarlo (ven ustedes que soy bueno y no menciono el gran temor de los fans de las novelas, vista la edad que tiene ya Martin).
La tercera temporada, pues, quizás se enfrente a un imposible. Y a un imponderable: es televisión, y por tanto las restricciones económicas pesan. Y pesan mucho, a pesar de que por cgi hoy se ahorre una pasta gansa. Pero lo peor es que la estructura de novela compartida, de diversos personajes que se separan y se reencuentran, la peripecia en paralelo de todos ellos no se traslada bien a la televisión, donde no puedes dar marcha atrás si te pierdes al identificar a un barbudo u a otro. Lo que en los libros sin duda es un pasapáginas continuado en televisión se convierte en escenas desconexas. En ese aspecto, parece que la serie va dirigida al público cautivo y no al espectador general, y pierde (sobre todo en el primer capítulo) la necesaria reintroducción de personajes y situaciones.
Dicho lo cual, la temporada avanza poco, como quizás avancen poco los libros. A unos diálogos impresionantes, a unas actuaciones que en ocasiones rozan lo sobresaliente, a unos cuantos personajes (los Lannister, mayormente) llenos de matices y atractivo, se contrapone una realización algo rutinaria que, siguiendo quizás la estela iniciada o potenciada por Perdidos, se entretiene en quemar cuarenta y tantos minutos de episodio en naderías para llegar a los últimos cinco o diez minutos y entonces soltar el gran cliffhanger. El gran aliciente de la Boda Roja, por mucho que pueda sorprender, está contado con poca garra, casi a cámara lenta, con resquemor, aunque viendo las reacciones de la gente (si no son falsas, que hoy con una cámara cualquiera hace virguerías) parece que ha cumplido de sobra su objetivo. Lástima que tras ese momento cumbre el último capítulo sea algo desangelado: quizá habría sido más interesante hacer la temporada más larga.
En esas estamos, a la espera de ver cómo sigue, cómo mueren más personajes. Y, sobre todo, cuándo la cadena admitirá claramente que estamos ante una serie de fantasía, porque molesta un poco cómo se encarga de cubrirse las espaldas y no reconocerlo.
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