Se ha convertido, para nosotros, en la dulce sorpresa acostumbrada del verano. Un sitio donde los que seguimos queriendo ser escritores (y otra mucha gente, pero mi experiencia es mi experiencia) nos encontramos, siquiera durante diez días al año, con otro puñado de gente que ve la vida en las mismas claves que nosotros. Gijón, tan al norte que parece otro mundo. Tan parecido a Cádiz que en el fondo parece que estoy en mi casa.
He perdido la cuenta de las Semanas Negras que llevo. Diez, once, qué sé yo. Pero no he perdido la cuenta de los amigos que he ido ganando en este montón de años. Amigos de la novela y de la poesía, de la música y del tebeo, de la buena charla y la buena cena. Amigos que lo mismo vienen de México que de Texas o Nueva York o de París, de Valencia o de Cuba, de Inglaterra o de Madrid, de Italia o de Austria. Amigos con los que compartimos risas, ideas locas, canciones absurdas. Y también argumentos y frustraciones, conversaciones en la Iglesiona (que viene a ser nuestra Catedral de la cosa), una corriente mutua de admiración y de cariño que hace que por un puñado de días nos sintamos a bordo de la calabaza de Cenicienta. Luego hasta nos dará lo mismo volver a los fogones y los suelos de la vida cotidiana: habremos disfrutado de otra Semana Negra.
Veinticuatro, con esta que empezaremos mañana en Madrid, en el hotel Chamartín y después en la Casa América, y el viernes tempranito en el tren negro, tan lento, tan interminable, tan lleno de risas y proyectos. Y la espicha en el camino, y la recepción a los sones de Cole Porter.
Una semana que va a ser especial, porque el mundo político cambia de tal manera, involuciona de tal forma, nos pasa factura a los sueños con tanta crueldad que nos tememos que se corte aquí, dos docenas de años que, si alguna vez alguien hiciera la cuenta, se traducen en cientos de novelas pensadas, proyectadas, redactadas gracias a la Semana Negra. Una corriente de oposición, encabezada por quienes antes estaban en la oposición y ahora están en el poder, y con la anuencia de la Universidad de Oviedo por boca de su rector, que curiosamente se posiciona en contra de esta manera de entender la cultura, nos tienen con el alma en vilo. Ya sabíamos, claro, que cuando llegaran los recortes lo primero que iba a salir por la borda, y no solo en Gijón, era la cultura. Pero sigue pareciendo extraño que un evento que congrega a casi un millón de personas, entre la parte lúdica y la estrictamente literaria, se vea tan cercado (all pun intended here) por fuerzas que no sé cómo calificar. O sí sé, pero me callo por prudencia. La persecución es mayormente ideológica, porque díganme ustedes dónde no hay ruido, en qué carnaval, en qué fallas, en qué feria de qué pueblo, en qué semana santa, en qué sanfermines, en qué circuitos de velocidad no hay chunda chunda durante unos pocos días. Parece que quienes se oponen con tanta saña a la Semana Negra ni siquiera saben que hay veces, en la zona del muelle, donde en los hoteles tenemos que dormir con la televisión puesta porque la movida de fin de semana no cesa hasta las tantas.
Puede, ay, que sea la última de las Semanas Negras que se celebran en Gijón. O puede que no, y eso esperamos todos. Cambiar de sitio sería perder una parte de su alma, una parte de nuestra familiaridad con el entorno, con esa ciudad donde la lluvia es luminosa y la gente agradable, donde las terrazas se convierten en cómplices de argumentos de novelas y misterios que quizá se resuelvan, una vez publicados, el año siguiente.
Semana Negra 2011. Qué ganas.
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