Es bueno cumplir lo prometido. Sobre todo cuando son misiones que uno se encomienda a uno mismo. El día catorce de julio yo tenía treinta folios de una novela empezada, y una idea neblinosa para seguir escribiendo, y un montón de bibliografía acumulada sobre la mesa. Y un proyecto. Cuando los amigos en la Semana Negra de Gijón me pusieron las orejas colorás y me retaron a ponerme teclas a la obra, yo no estaba muy seguro de poder sacar el libro adelante, y en tan poco tiempo. Uno es vago a la hora de ponerse en modo novelista, aunque ustedes no se lo crean, y el problema de redactar un libro nuevo es, para mí al menos, encontrar la voz que te lleve adelante de una página a la otra.
Ya no me importa que se esté terminando el verano y que haya que volver a la rutina de las clases y las traducciones de libros de otros. Porque no puedo decir que haya perdido el verano, sino que he invertido bien mi tiempo. A cambio de llevar dos meses viviendo en una nube, sí, recluido aquí ante el ordenador como un orate o un locuelo y dejándome arrastrar por la narración de un juglar, que no soy yo, pero que, como me ha sucedido ya alguna vez en el pasado (cuando escribe Torre por mí, mismamente) acaba por envolverte en una sensación mágica donde en el fondo no eres consciente de haber estado todo el tiempo al volante del proceso.
Terminé anoche mi última novela. Trescientos diez folios o así de peripecia medieval, poesía, magia, sobre todo muchísima soledad. Y estoy satisfecho. No sé si es mi mejor libro, pero ahora mismo me lo parece. Porque (insisto, creo) he dado con el tono, con la música, con esa capacidad de expresión (está escrita en primera persona) que me hace creer de verdad que estoy leyendo lo que ha escrito otro, un truhán del siglo XI, un chocarrero, un mago del tres al cuarto, un vividor, un don nadie capaz de grandes fidelidades y grandes traiciones. Un antihéroe, dirán ustedes, si lo leen alguna vez. Un ser humano, en cualquier caso.
He vivido la magia de ir completando párrafo a párrafo un castillo de palabras. A veces, ya digo, no sólo no he controlado la acción, como tampoco he controlado la voz, sino que me ha llevado a mí: los momentos donde el truhán se me ha impuesto, las dos o tres improvisaciones sobre la marcha, curiosamente, son las que me han resuelto las motivaciones del personaje y la clave final del libro.
Estoy contento. Y, por una vez, no siento ese vacío que me asalta en otras ocasiones cuando termino de escribir una novela.
Quizá porque no la he escrito yo, ya digo, sino Esteban de Sopetrán, el Truhán, el mago a la fuerza, el de la sangre negra, ese que quizá todavía esté andando por los caminos.
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