Contrariamente a lo que normalmente se publicita, la narrativa histórica no consiste tanto en explicar cómo fueron los hombres y mujeres de otras épocas pasadas sino reflejar nuestro presente proyectado en situaciones semejantes. De La Ilíada a la saga de Benasur de Judea, los aedos o los novelistas, por mucho que se documenten, lo que hacen es contar historias en torno a un fuego imaginario, y de esas historias son los lectores-oyentes-espectadores quienes sacan sus propias lecciones.
Ridley Scott ya había inventado y tergiversado la historia en Gladiator, ese peplum de alto presupuesto y enormes agujeros de guión que, sorprendentemente, arrastró a multitudes a los cines y hasta consiguió un incomprensible Oscar para su protagonista principal (cosa que puede explicarse si reconocemos que de un tiempo a esta parte las estatuillas se conceden con un año de retraso). Como gran espectáculo de masas y píxeles, Gladiator no era más que un avispado cine de palomitas revestido de cierto colosalismo pseudo-histórico.
Ahora Scott vuelve a la carga con un proyecto acariciado desde hace más de veinte años, y lo hace alejándose de la visión de Roma para adolescentes que fue su anterior película "histórica" para zambullirnos en una Edad Media bronca y sucia y polvorienta en la que es imposible no trazar paralelismos con nuestro allí y ahora; entendiendo por allí no sólo Jerusalén sino Oriente Medio, y el ahora que vivimos desde la Guerra del Golfo. Recurriendo a unos secundarios de lujo, con rostros de piedra y cicatrices de fe, Scott no se corta ni un pelo en mostrarnos a los Cruzados no como los idealistas religiosos que en otras ocasiones se nos ha vendido, sino como un puñado de bandas de forajidos, hombres de ninguna parte que encuentran su paralelo cercano en el western, que explican muy a las claras que los asuntos de Dios no tienen nada que ver con su presencia en Tierra Santa. No hay que hilar muy fino para equiparar Santo Sepulcro/tierras y riquezas con las armas de destrucción masiva/petróleo.
Que a estas alturas veamos que los defensores de la Cruz (los templarios a la cabeza) no son una orden de quijotes sino un ejército de desalmados, que se acuse de manera tan clara a la Iglesia de tener la cabeza en otros asuntos no precisamente espirituales, y que, como hoy día, se busque cualquier excusa para declarar una guerra abierta son detalles de la película que, claro, aburrirán a quien acuda a los cines para ver una sucesión de batallas y de gestas heroicas más o menos increíbles. Que el actor sirio que encarna al templado y centrado Saladino (Ghassan Massoud) recuerde a Bin Laden, naturalmente, no puede ser una casualidad: Scott muestra sus cartas y aboga, como el personaje de Orlando Bloom en su ligeramente demagógico discurso ante el asedio, por un reino de los cielos que, de verdad, buena falta hace en la tierra.
La crítica se ceba, por cierto, con el pobre Orlando Bloom, cuando personalmente me parece que lleva a la perfección el peso de su protagonismo: avejentado, sucio, descreído y, al final, heredero de las cicatrices de su padre y sus camaradas de combate, los reparos que pudieran ponerse a este Balian son más bien de guión que de interpretación: casi nada se explica de su pasado, excepto su viudedad y su trabajo como herrero, y por tanto sorprende que sepa leer y escribir, combatir, cabalgar, agricultura, trigonometría y oratoria. Junto a Bloom, secundarios como Liam Neeson, David Thewlis, Jeremy Irons o un anónimo Edward Norton como rey leproso dan a la película el aire de autenticidad que, por otro lado, caricaturizan personajes como Marton Csokas y Brendan Gleeson (respectivamente Guy de Lusignan y Reynaldo; o sea, George Bush y Donald Rumsfeld, para entendernos). Quien está francamente mal, tanto en su actuación como en lo vacío de su personaje, es Eva Green, cuya femme fatale parece fuera de sitio y que es capaz, en las pocas escenas en que aparece en pantalla, de hundir el ritmo (por lo demás bastante bien llevado) de la película; sólo el miedo a la lepra parece dar algo de carisma a un personaje que sí parece una concesión demasiado grande a la galería.
Con su estilo de novela-río y su final en tablas, imagino que Scott no va a poder repetir el éxito en taquilla de su película de romanos. Terminar con la media luna ondeando sobre las murallas de Jerusalén, y mostrar una imagen humana y razonable del enemigo tiene su precio.
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