Hoy resuenan de luto los tambores de la Isla Calavera, y el espectro de un gorila gigante ya no aúlla su pérdida a la luz de la luna.
Ella fue la bella que mató a la bestia, sin querer y sin quererla. Fay Wray, tan cargada de erotismo, más animal en sí misma que el propio Kong. Fay Wray, que fue capaz allá casi en la prehistoria del cine de potenciar la historia de amour fou más poética y desoladora del mundo, con su amor inter-especies y aquel remolino turbio que despertó en el corazón de la bestia.
Gracias a ella, King Kong aprendió a ser científico y tuvo que saciar su curiosidad desnudándola con esmero al simple roce de una uña, en una escena tan cargada de sensualidad que luego fue eliminada de los montajes a capricho de los censores de turno. O quizá lo que los censores querían, como todos sospechamos, era quedarse con el tesoro de sus piernas y de su mirada de puta santa, de perdida de buen corazón. A caballo entre la heroina modosita con pulmones de cantante de ópera y la tramp casquivana, tal vez por eso mismo no se convirtió en el mito erótico de su tiempo, o es que, claro, ninguna historia de amor que pudiera haber querido interpretar luego podría estar a la altura de su romance con el más macho de todos los gorilas de la selva.
Hizo un centenar de películas, y se ha muerto casi centenaria, pero será recordada siempre porque, en la mano del monstruo, tuvo al monstruo en la palma de la mano. En la memoria cinéfila, el nombre del personaje que interpretó allá por 1933 (Ann Darrow) no ha sido capaz de desplazar al suyo propio. Será por algo. Ya tarda Peter Jackson en tener el detalle de dedicarle el remake que dicen que ahora está rodando.
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