Lo último que quiere uno es que esta bitácora se convierta en un cementerio de elefantes blancos, en la nota necrológica de los mitos que uno ama.
Pero tía Kate era mucha tía Kate. Todo nos lo pudo dar menos el amor. Era la fea más bella de Hollywood. La más sublime. La chica que actuaba como un chico. La dulce indomable. El icono por excelencia, no sé, de la mujer que imaginamos en los tebeos los adolescentes. El ideal nada menos que de Howard Hawks y de Frank Robbins, casi nada.
Gracias a ella me gustaría sacar a pasear a un leopardo mimado. Y aprendí a dudar, como dudó Cary Grant en la puerta de la mansión de Filadelfia, entre el amor y la desesperación, entre el beso y el tortazo que era la declaración de amor más sorprendente que he visto en la pantalla.
Fue un ejemplo de paciencia. Ahora Spencer dejará de beber otra vez. Enhorabuena, amigo. Tu pececillo ha vuelto y vuela contigo.
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