Vayan antes que nada mis felicitaciones. A los que ganaron y a los que quedaron segundos. Y a los que perdieron también. Y a los que ni siquiera jugaron y se sienten parte de una bandera de colores que les salta a la cara y los sombreros. Pero no lo entiendo. Pones cualquier telediario y allí están, las ciudades tomadas por los bárbaros alegres del enésimo campeonato, felices y jubilosos, sudorosos, olvidado el pudor y el ridículo por el simple y absurdo y remoto premio de un campeonato ganado, de una copa rendida... ¿pero cuál es exactamente el premio? ¿Cuál es exactamente su premio?
No lo entiendo. Me supera. Comprendo que los once multimillonarios de calzón corto y peinados ridi-exóticos salten y brinquen y calculen haciendo mentalmente "clink" cuántos millones de euros más les supondrá en camisetas, publicidad y primas la copa de marras. ¿Pero qué gana la gente de abajo? ¿Hoy les habrá tratado mejor el jefe en la oficina? ¿Les habrán cobrado más barato el pan? ¿Ganar la copa o lo que sea les sirve para desgravar a Hacienda? Hoy habrá, no sé, cientos, miles de ciudadanos afónicos, con resaca, maltrabajando en sus trabajos o malestudiando antes de los exámenes, burlándose de los del otro equipo, refregando por la cara a sus "rivales" que él (ellos) han ganado. Viviendo la ilusión de que todo es distinto a ayer.
Esos actos de fe me alucinan, como los actos de fe religiosos, como los actos de fe militar. No los comprendo y lo mismo los envidio; en el fondo, supongo que a mí me gustaría creer como creen ellos, y sentir los colores de un equipo que me diferencie (en el color nada más, imagino) al vecino del tercero o al jefe, o al del pueblo de al lado.
Pero sé que el pan me va a costar lo mismo gane o pierda un equipo. Que en la oficina o el curro la vida no va a cambiar nada. Que por muchos goles que marquen en mi nombre (?) a mí no va a desgravarme ninguno a Hacienda. Ni se me va a quitar el dolor de espalda que arrastro todo el año.
No es esa mi catarsis. Y de verdad, lo juro, me gustaría intentarlo. Pero recuerdo siempre aquella tira de Charlie Brown, nuestro Carlitos. Linus le cuenta entusiasmado cómo en un partido de futbol (americano, tal vez), su equipo iba perdiendo por dos o tres puntos y zas, de pronto, en el último minuto es capaz de darle la vuelta al marcador y, como de milagro, ganar el partido, la copa, la ensaladera, el ketchup o lo que estuviera en juego. "Tendrías que haber visto a toda esa gente saltando, riendo, aplaudiendo", decía Linus, exultante y feliz él mismo.
Y Carlitos, de perfil, preguntaba: "Ya. ¿Y cómo se sentía el otro equipo?"
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