Hace cosa de un año, en la revista QUO, y por mediación de Miquel Barceló, publiqué este relato. Se llama "Dentro", como una de mis canciones favoritas, y tiene la particularidad de que se me pedía que hubiera un error científico. Es fácil de encontrar, de todas formas.
Era insoportable.
Se estaba volviendo loco y ya no era capaz de seguir sufriendo más tiempo.
Lo invadían, se apoderaban de su cerebro e inundaban de pensamientos ajenos cualquier pensamiento propio. Planes, sueños, ideas, desencantos, todo corría por sus neuronas. Todo extraño. Todo de fuera. Siempre doloroso, inevitable.
La primera vez que sucedió estaba sirviendo el vino de una barrica recién llegada de Hunter Valley a una botella. Estaba distraído, sin pensar en nada. El vino rojo giraba en el embudo, un remolino de burbujas siguiendo velozmente las aguas del reloj, vuelta tras vuelta. Entonces sintió el chispazo, una perla eléctrica que galvanizó su hipófisis. Retrocedió asustado, dejó caer la garrafa, el embudo, la botella, todo.
Su cerebro repiqueteaba como una campana, respondiendo a estímulos exteriores. Mucho tiempo después se daría cuenta de que estaba oyendo en su cabeza los pensamientos de la mujer que había venido a comprarle el vino.
Entonces no. Pasarían muchos días antes de que comprendiera la maldición que significa tener las cualidades de un telépata.
Al principio fue divertido. Saber qué discutían los vecinos, cuáles eran los motivos de sus alegrías y sus tristezas, sus problemas económicos, sus delirios de grandeza, sus soledades, sus mezquindades, sus pecados, sus adulterios, sus miedos. Una ventana a otras cabezas dentro de su cabeza.
Cualquier otro, tal vez, habría sacado partido a sus nuevas facultades, habría servido como agente especial del gobierno de Sydney, habría invertido en bolsa o aprovechado la situación para planear algún chantaje y así obtener buenos ingresos. Pero él no era más que un pobre vinatero: su bisabuelo todavía cazaba canguros con bumerán, ¿qué entendía de planes de pensiones, de acciones en alza o de opas hostiles sobre acuerdos referenciales y documentos-marco?
Y pronto fue, además, un suplicio. Los pensamientos ajenos se colaban en cualquier momento en su cabeza, solapándose, contradiciéndose, discutiendo. De día de noche, a cualquier hora, estuviera trabajando o descansara. Palabras obscenas, balances incorrectos, largas parrafadas adolescentes y recetas de cocina en idiomas desconocidos. Citas, peleas, errores, canciones y disculpas, informes incrédulos, chismes inútiles. No podía dormir, porque el contacto mental era perpetuo. No comía, incapaz de concentrarse en los sabores, en coordinar mano y boca, cuchara y paladar, sacudido como una marioneta por los estímulos electrónicos que se habían apoderado de su cerebro.
No sabía si acudir a doctores o a psiquiatras o directamente a un sacerdote. ¿Quién de todos podría ayudarle? Pero tenía que hacer algo. Como un kiwi demasiado expuesto a la intemperie, su cabeza podía estallar de un momento a otro.
Hizo de tripas corazón y acudió al médico. No se atrevió con la perspectiva de un exorcismo, ni se imaginaba confesando a un desconocido en un diván que temía haberse vuelto loco. El miedo a una lobotomía parcial casi no importaba: cualquier cosa menos continuar con aquel suplicio, con aquel ratón de pensamientos que lo roía por dentro.
El médico no pensó que estuviera loco, que quisiera llamar la atención o que se hubiera contagiado al cuerpo la profesión de servidor de vinos y escanciador de olvidos. Se colgó el estetoscopio de las orejas y solamente dijo:
--Está pasando mucho últimamente. Un defecto de fábrica de algunos modelos.
Sólo necesitó anestesia local y una enfermera anglo que ni siquiera era guapa. Le extrajeron el injerto del chip del teléfono móvil defectuoso del lóbulo cerebral y le dijeron que esperara un par de semanas antes de hacerse instalar uno nuevo. Y que no comprara más aparatos sin marca, que Taiwan ya no ofrecía la misma calidad que Centroamérica.
Cuando salió a la calle sólo pudo saborear el silencio unos minutos. A los pocos pasos advirtió que otra vez, como siempre, estaba solo.
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