Es el prólogo que hice hace unos años para una de tantas reediciones de este momento histórico de la historia de Spider-Man. Estaba colgado en algún lugar de Dreamers y, tras el ataque de un imbécil, ha desaparecido. Lo vuelvo a colgar aquí porque me gusta, porque sigo sintiendo lo mismo, y porque esos episodios han sido o van a ser reeditados (una vez más) en la colección de cómics de El Mundo.
Va por ella.
Eras, Gwendy, mi amor, un remanso de paz en un mundo de titanes enloquecidos. Quizá otros quisieran volar envueltos en fuego, susurrar una sílaba y rescatar ciudades eternas de burbujas de alquitrán, hundir los puños verdes en la tierra y levantar tanques o desviar misiles, o salvar con un arco y una flecha el destino de galaxias en pie de guerra.
Nosotros, Gwendy, sólo te queríamos a ti al final, al principio, en el centro de cada historia. Nos daba lo mismo que Peter (o sea, Spider-Man; o sea, nuestro otro yo, el héroe que fuimos todos nosotros), nos daba lo mismo, decía, que Peter sufriera de amnesia y se aliara al Doctor Octopus, o que en un comprensible arrebato de amor hacia ti quisiera perder sus poderes de araña y acabara lastrado con cuatro brazos de más y un vampiro tecnológico clavadito a Joaquín Cortés colgado del cuello, o le birlara al Kingpin la tabla de arcilla que contenía el secreto de una eterna juventud que ni tú ni yo necesitábamos, o que se desenmascarara ante los colegas por pura devoción hacia ti y quisiera después achacar a la fiebre aquella enorme metedura de pata.
Para nosotros, Gwendy, fuiste más que el primer amor de papel, más que la primera novia perfecta, más que el sueño de una compañera intuida borrosa en el porvenir de cada uno. Eras, ya digo, lo que más nos importaba, quizá lo único que nos importaba del ir y venir del Hombre Araña. Torpes, inseguros, temerosos del presente y del futuro, marginados por nuestra vocación y nuestros gustos estábamos siempre a la cuarta pregunta, como Peter, y ese nuevo paralelismo con la realidad se desequilibraba, pero cuánto nos gustaba, por tu presencia. Sabíamos que el mundo era injusto y aún creíamos que se le podía plantar cara y salir vencedores. ¿Cómo no creerlo si allí estabas siempre tú, comprensiva e inteligente, las gafas de sol sobre el pelo platino, los libros convertidos en parapeto de tu pecho, la minifalda, las botas altas, el impermeable de cuero, las cejas al cielo?
Lo nuestro fue amor a primera lectura. Eras más real que las adolescentes de carne y hueso que también se parapetaban con los libros, y también usaban gafas de sol sobre el pelo, y caminaban presurosas y bailaban como tú, pero no sabían, como tú, comprendernos. Betty Brant nos parecía una anciana, ideal para ser novia de nuestros tíos. Liz Allan (luego Allen) una pija insufrible, preludio a sensaciones de vivir insoportables (Steve Ditko era un genio que no dibujaba mujeres demasiado bellas). Y Mary Jane Watson demasiado casquivana. Bonita, sí, pero demasiado en Marilyn, mucha caña para como eramos entonces, demasiado similar a algunas de aquellas adolescentes de carne y hueso que nos dejaban tirados a cambio del primer cachas discotequero o el primer guaperas con laúd de tuna, patillas y seiscientos.
Para una generación de españolitos, pobrecillos, tu nombre tal vez vaya ligado a una canción de Julio Iglesias, que nunca te conoció ni puñetera falta que te hizo. Otra generación más reciente jamás hará la conexión entre tu nombre y la vecinita de al lado de Kevin Arnold, un guiño que demuestra que también los guionistas de Aquellos maravillosos años forman parte de tu legión de enamorados. Para mi generación, tu nombre sólo puede ser tu imagen, Gwendy, Gwendolyne, Gwen, the most beautiful sound in the world in a single word, que cantaba el pelanas de Tony en West Side Story, confundiéndose no sé si de chica o de nombre.
Releyéndote ahora descubro, Gwendy, que eras demasiado ideal para ser de verdad, un puro ángel, y tal vez sea cierto que te mataron porque los guionistas de la serie no sabían qué hacer contigo. Quizás, no sé, no te amaban como te amaba Peter, como todavía te amamos nosotros. Cuentan que la idea fue de John Romita, aunque luego Gerry Conway cargara con el sambenito, hasta el punto de que algún fan escribió a los correos pidiendo que lo tiraran también desde el puente de George Washington a ver si se moría antes de llegar abajo, en comprensible arrebato de injusticia poética. No fue el puente de George Washington, por cierto, lo que en el tebeo se dibujó, sino el de Brooklyn, despiste del escritor o del artista. Pero eso es asunto de no-prizes que no vienen a quitar un ápice al dolor de nuestra historia.
Tu muerte, además, Gwendy querida, vino a librar al universo arácnido de un enemigo molesto, un señor amnésico y envidioso que se cobró en ti su imposibilidad de comerse una rosca como amo del crimen. Norman Osborn, el único que entonces sabía y no sabía que Peter era Spider-Man. Un canalla que no supimos reconocer como trasunto en el físico de Richard Nixon y que vivía en un impasse imposible, en un quiero y uno puedo de ahora me acuerdo y jodo la marrana y ahora no me acuerdo y soy un buen capitalista de gran corazón que hasta le pago el alquiler del piso a mi hijo calzonazos y al formalito de Peter. Un equilibrio a punto de romperse, ese Duende Verde. Un hilo que se quebró contigo y nos libró del molesto personaje, pero no de las distintas encarnaciones de su burdo disfraz (y es que cuando en Marvel se empeñan en tropezar doce veces con el mismo pedrusco, es que no paran), que fue pasando de hijos a psiquiatras a hijos otra vez, a anónimos robadores de inventos luego revelados y desrrevelados como Ned Leeds o Jack O´Lantern, hasta resucitar el tío en persona, y ya es mala pata, aunque al menos haya servido para desenredar el lío de clones y hombres-araña rubios con botas pelín horteras. Vamos, que ahora que el caballero ha vuelto, parece que nos ahorraremos ver cómo su horrendo disfraz le cae grande a su nieto.
¿Qué tenías tan especial, Gwendolyne Stacy? ¿Por qué viniste a certificar que, en efecto, era justificada nuestra pasión por las rubias? Apareciste de rondón, sustituta de Liz Allen en los primeros escarceos universitarios de Peter Parker (tan diferentes, por cierto, a los nuestros). Curiosamente, fue Steve Ditko quien primero te dio el físico, y nada menos que en uno de los tebeos de la saga arácnida (el 31, "If this be my destiny", que uno también sabe ser archivero loco) que luego se convertirían, junto con los otros dos que forman la trilogía del Planeador Maestro, en el arco de historias más querido por los fans del trepamuros. Entonces eras fría, algo antipática, pero poco a poco el hielo que jugabas a mostrar se fue fundiendo.
Luego llegó John Romita (y por supuesto que es de idiotas aclarar si es "junior" o "senior"), y ya entonces caímos rendidos a tus pies, entregada el alma, confiados los sueños. Cuando Flash se fue a la mili (y vaya destino, Vietnam, chico) y te marcaste el baile de despedida en el Silver Spoon Cafe (número 47), comprendimos como comprendió Peter que ya no hacía falta buscar más: éramos tuyos.
Vino después el tira y afloja, la margarita entre Mary Jane y tú (a nadie le amarga un dulce, pero todos pensábamos que Peter estaba ciego), y hasta los celos, cuando pareció que ibas a convertirte en la novia de ese Jack Lemmon papafrita y quinceañero que fue Harry Osborn. Miradas de soslayo, medias sonrisas, negaciones e invitaciones, el primer abrazo delator de sentimientos por tu parte (número 53), el corazón de Spider-Man que amnésico y todo comprendió que estaba por ti (número 57), los enfados por culpa de inevitables malentendidos, las reconciliaciones, los celos tras la vuelta de Flash, o el primer beso en los labios (número 80), beso cuyo contacto no se ve directamente por el Comics Code, labios que sólo pudimos saborear en flash-back, ay, después de muerta.
Sé que por tu relación con Spider-Man lo pasaste mal. Le suele ocurrir, me temo, a todos los secundarios de pro, y si no que se lo pregunten a los sobrinos de Jessica Fletcher. Sabías que Peter tenía un secreto y te empeñaste en descubrirlo, lo abandonaste todo y escapaste a Londres cuando tu padre murió (la culpa no fue del cha-cha-cha, sino de Octopus, pero fue el cabeza de red quien cargó como siempre con el mochuelo), y hasta jugaste a ser moderna Fay Wray en el imposible remake de King Kong que os marcásteis todos en la Tierra Salvaje: Peter, Jameson, Ka-Zar, Kraven, el monstruo Gog y tú (y había que ser un poco obtuso para no darse cuenta de que Peter era Spider-Man, Gwendy, hija, aunque en tu descargo hay que reconocer que ninguno de los demás expedicionarios estuvo muy fino). Los críticos de cine, por cierto, hablan siempre de la presencia turbadora de Ursula Andress y su bikini blanco en Doctor No. Se nota que no te vieron posando en la Tierra Salvaje.
Ésta es, en síntesis, la historia de tu vida, el resumen de nuestra adolescencia que quizá terminó con estos números fatídicos. Tu muerte indicó que el "realismo" (¡ja!) se iba imponiendo en los tebeos de superhéroes, ese mismo realismo que apenas dos años más tarde anunciaría el final del género con la irrupción de un tipo con calavera al pecho, modales de cine y ametralladora en ristre. Me refiero, claro, al Castigador. No sabes la suerte que tuviste de no conocerlo.
Y es que la muerte siempre quiere jugar a dar verosimilitud a las andanzas de los nuevos dioses. Primero fue tu padre, sepultado en acto heroico, el más bello sacrificio para el más apasionante epitafio ("Cuida de Gwen, Peter. Ella te quiere muchísimo"). Luego Harry se hundió en las drogas, y Flash Thompson volvió de Vietnam y encarnó sobre sí la mala conciencia de todo el pueblo americano en el más genial homenaje a Milton Caniff que se le ocurrió al maestro Romita. Luchas con el Canguro, con Kraven y el Gibón, guerras de bandas donde se introdujo a la versión supervillana de Humphrey Bogart con la cabeza pasada por la plancha (un nombre, Hammerhead, que ha tenido en castellano más traducciones que amores desgraciados la Antorcha Humana), la humorada de una máscara robada donde por fin a Spider-Man se le veían los ojos (¡y qué raro se nos antojó!), un par de episodios remontados de una serie más adulta en blanco y negro (llamada Spectacular Spider-Man ya entonces, donde con la excusa de poner en solfa a los políticos corruptos me parece que al final nos encontrábamos con un mensaje algo reaccionario), un encontronazo con La Masa en Canadá... Un poco a la deriva, tal vez, sí. Es posible que no supieran qué hacer con la serie, ya entonces. Y fuiste tú, mi Gwen, quien pagó el pato.
Yo no me lo quise creer. Todavía hoy espero que Peter o quien sea robe a Victor Von Doom su nunca demasiado explotada máquina del tiempo. Los muy canallas, además, emplearon la argucia de colocar el título de la historia en la última viñeta del tebeo. Me lo contó otro enamorado tuyo, José Manuel, desde la ventana: "Ha muerto Gwen". Y yo no me lo quise creer, como tampoco quiero creer todas las otras muertes ("de verdad") con las que luego me he ido tropezando.
Sé que muchos (Rafa Fonteriz entre ellos) dejaron de leer la serie justo entonces (la mala prensa de Ross Andru pudo echar también una mano en eso). Otros permanecimos fieles, como todavía permanecemos, a la espera de un milagro. Y cuando se produjo, cuando te resucitaron clónica, comprendimos que no podía haber vuelta atrás, que eras irrepetible, que tu estela de hada irlandesa sólo podía ser remontada contra corriente, volviendo atrás en los tebeos, releyéndote, releyéndonos.
En este libro se recoge otra vez, en blanco y negro como entonces, en aquelarre o psicodrama o terapia de choque o como demonios quieran llamarlo, el momento de tu caída, que fue nuestra caída. De tu final, que fue nuestro principio, cuando tuvimos que aprender a continuar sin tu pelo platino con las gafas o la pasada en lo alto, sin los libros de parapeto sobre tu pecho, sin tu minifalda, tus botas de caña, tus cejas de punta y tu sonrisa confiada, cínica y seductora, inteligente.
Ha costado, me dicen, el mismo sufrimiento recuperar estos viejos tebeos que el que, me temo, vamos a experimentar al recordar cómo fuimos o imaginamos ser entonces. El material, difícil de encontrar, procede de una reedición marveliana, y una página de la saga ha sido imposible de recuperar. Me temo, ay, que no será la página de tu muerte.
Si algún día voy a Nueva York, Gwen Stacy, ten por seguro que arrojaré al río una rosa desde el puente de Brooklyn, una rosa amarilla igual que tu pelo como recuerdo de nuestro pasado, de tu paso.
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