Nos ha acabado por pillar el toro del tiempo, ay. Y duele. No es que se note en las tallas de pantalones, en que ahora uno suda muchísimo más que antes, en que le cuesta trabajo subir los cincuenta y dos escalones de toda la vida hasta la casa de sus padres que ya no es su propia casa. Es que, con lo que viene detrás, y con cómo viene, los enfant terribles de esto de juntar las letras, de leer ciencia ficción como bandera, de no ocultar tebeos dentro de El País (como tampoco ocultamos en su tiempo los Penthouse o los Playboys) somos directamente marcianos. Más que antes, quiero decir.
Me preguntaban el otro día en un programa de radio sobre cómo era la ciencia ficción. Y aunque no lo dije así, creo que hay que empezar a hablar de ciencias ficciones. De primeras y segundas y terceras divisiones. De ciencia ficción tipo A y ciencia ficción tipo B. O lo que es lo mismo: de la ciencia ficción de los que nos hemos criado leyendo ciencia ficción y de la ciencia ficción de los que ahora se crían leyendo ciencia ficción. Que, casualmente, no es para nada la misma ciencia ficción.
Nuestros pecados nefandos de juventud eran alternar, no sé, a Lem y Dick con Clark Carrados o las novelas de H.G. White. Leer tebeos de Príncipe Valiente y a la vez disfrutar de los melodramas más exagerados y más chuscos del tebeo de superhéroes setentero, no sé si me explico. También había una primera y una segunda división. Pero llegaba un momento en que uno, normalmente, era capaz de dar el salto. Un salto, por cierto, que solía ser hacia atrás, no hacia adelante: a buscar obras de Lovecraft, por ejemplo, después de haber tanteado a Stephen King. O a intentar hacerte con el Tarzán de Harold Foster o los tebeos de Terry y los piratas cuando acababas un poco harto de Sambur o de Yuki el temerario. Uno en el fondo sabía que había habido un algo interesante antes que uno, y en su inquietud culturaloide intentaba buscarlo y degustarlo.
Ahora existe una ciencia ficción para los gourmets en los que nos hemos convertido. Es la ciencia ficción que se compra en las colecciones más especializadas de la cosa: en Nova, en Bibliópolis o en Gigamesh, sin ir más lejos. Ciencia ficción para gente que ha leído más libros de ciencia ficción de los que podríamos imaginar. Y existe otra ciencia ficción para quienes empiezan, ciencia ficción que es la misma serie b de antes, disfrazada ahora no con españolitos firmando con pseudónimo anglo, sino de franquicias. Ciencia ficción (o fantasía, tanto da) que arranca de novelas de consumo de Star Wars o Star Trek o los Battletech o los Vampyr o lo que quiera que se lleve ahora. Ciencia ficción que los enfant terribles de antaño no nos tomamos del todo en serio (alguno hay, ciertamente, que las disfruta en silencio como si fueran hemorroides espirituales, pero son los menos: para ese tipo de lector existe además una tercera vía, la nostalgia del bolsilibro).
Lo triste es que (según mi apreciación, ojo) ese lector de ahora no dará nunca el salto a la otra ciencia ficción más madura, más elitista si se quiere, más literaria o más adulta. Lo triste es que hay una separación entre la ciencia ficción descafeinada, espectacular y populista y la otra ciencia ficción, esa ciencia ficción que en poridad tendría que ser el mainstream del género y que, sin embargo, es la minoritaria: porque va dirigida a una minoría de jóvenes y no tan jóvenes carrozas y porque, si nos atenemos a las cifras de ventas de las librerías especializadas, es la que vende bastante menos que la que a nosotros nos gusta (que, por si no lo saben ustedes, es la buena).
Basta leer en los foros de esto de los rayos catódicos las conclusiones, preguntas, disquisiciones y pontifaciones de según qué públicos para darte cuenta de la enorme cesura que se produce entre un público y otro. Públicos que en teoría deberían estar obligados a encontrarse, a evolucionar uno en el otro, a madurar. Y que sin embargo siguen caminos divergentes. Los enfant terribles de hace diez o quince años (nombres como Rodolfo Martínez, Julián Díez, Juan Manuel Santiago, Luis G. Prado) son ahora el establishment de una cosa muy seria, muy sesuda y en apariencia muy poco divertida. Unos se han convertido en profesionales de la edición, y otros (como mis amigos Ricard de la Casa, Joan Manel Ortiz o Pedro Jorge Romero) parece que han abandonado su poder de convocatoria dentro del medio para pasar a un segundo plano como lectores de a pie.
Alguno (y hablo ahora tanto dentro de la ciencia ficción como del tebeo) mal que nos pese nos hemos convertido en referentes, en el equivalente a los Luis Vigil, Domingo Santos, Carlo Frabetti, Javier Coma o Antonio Martín. Coleguillas que saben mucho, gente divertida a quien invitar a un coloquio o una mesa redonda o un salón del cómic, a ver qué barbaridades tan graciosas suelta y qué acento más majo tiene. O lo que es lo mismo: somos los epatadores de gente que quiere dejarse epatar, los enfant terribles de otros infantes que todavía buscan a otra gente que los "terriblice". Me ruboriza y me halaga a partes iguales que en los foros de la cosa haya quien, con buen sentimiento, me llame maestro. Porque comparado con aquellos maestros que tuve y sigo teniendo sé que no sé nada o sé muy poco, y que si de mí o de quienes son como yo absorben las nuevas generaciones no sé qué va a ser de las generaciones que sorban de esas generaciones. La piedra se irá desgastando poco a poco.
Es bueno, y rejuvenece, sí. Y epatar sobre todo a los públicos bien pensantes y las izquierdas-de-salón que pululan por ferias del libro y lecturas de poemas surrealistas un siglo pasados de fecha le hace a uno sentir que es capaz de hacer ladrar porque cabalga.
Conque en esa tesitura estoy, estamos: asumiendo un rol doble (y contrapuesto) que lo mismo no tenemos derecho a asumir. Moscas cojoneras y a la vez señores sesudos. Rebeldes con causa y a la vez defensores del canon, anarquistas espirituales y al mismo tiempo rescatadores de tesoros literarios.
Qué cruz.
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Categorías: Ciencia ficcion y fantasia