Acabo de terminar de ver el último capítulo de la séptima temporada de Buffy the Vampire Slayer y, como suele pasar cuando terminas de leer esos libros que vas amando cada vez más por el camino, se me queda en las retinas una sensación agridulce, como agridulces son las despedidas.
¿Es la peor de las temporadas esta última temporada, tal como anuncian a voz en grito los fans americanos, esos que se creen con más derecho a los personajes y sus futuros que los propios creadores? En modo alguno. Recuerda por momentos a la quinta temporada (esa impresión de enfrentarte a algo incomensurable que te va a derrotar), y a la cuarta temporada de Angel, en tanto el corpus del hilo dramático se desarrolla en un larguísimo anticlímax.
Anticlímax necesario, por otra parte. Los personajes han crecido, han madurado, se han desilusionado y han envejecido, han perdido y han sufrido. Ya no son los alegres adolescentes de las tres primeras temporadas, ni los audaces universitarios de la cuarta: desde el principio de la sexta temporada, todos son adultos y las responsabilidades del mundo adulto han podido con todos ellos. Esto se nota especialmente en personajes como Giles, ausente durante tantos episodios; de la propia Buffy; de Xander y su miedo a la responsabilidad (y que abraza el trabajo pero renuncia al matrimonio). Los personajes son mucho más complejos en esta séptima temporada, y por eso mismo (y porque además son muchos) necesitan mucho más tiempo de exposición. Hay toda una liturgia de expresiones corporales, de muecas, de palabras que tienen que decir y tienen que decir de una manera determinada, conforme a su personalidad y a su historia. Los grandes maestros del cine, sobre todo del western, solucionaban la madurez de sus personajes con silencios. En Buffy, por la propia naturaleza de la serie, porque lo visual tiene tanta importancia como lo oral, los personajes sólo pueden expresar lo que son y lo que sienten y lo que temen de una forma: Hablando.
Ya son maduros. Y al ser maduros necesitan sopesar las cosas, darles la vuelta, reflexionar. No vale cualquier comentario y al tajo: eso se queda para los tebeos. Es algo que he sufrido en carnes alguna que otra vez, como escritor: cómo justificar que personajes plenamente desarrollados y con los pies anclados en la "realidad" hagan las cosas novelescas que sólo pasan en los mundos de ficción. Recuerdo que al ver la cuarta peli de Star Trek, la de las ballenas, cuando Kirk, Spock et company deciden alegremente viajar en el tiempo, le comenté al amigo que me acompañaba en el cine: "Yo habría necesitado treinta páginas para que esa decisión sonara convincente en un libro".
Repasando ahora la temporada (que me cuesta diferenciar de la sexta, pues las he visto una detrás de la otra), queda claro que los arcos narrativos se disfrutan más de corrido. Comprendo la desazón de quien vea los episodios uno a uno. ¿Ha cerrado Whedon su universo? Sabemos que no, y en todo caso, la solución final (tan parecida, perdón por la falta de modestia, a la de Mundo de dioses lo que hace es abrir posibilidades y multiplicar la existencia de Slayers en todo el mundo a partir de ahora.
La pregunta que me hago, entonces, es si las fuerzas del "bien" se multiplican de esa manera... ¿no se multiplicarán también las del mal, para equilibrar la balanza? Aunque ambos términos, bien y mal, ya han sido más que dinamitados en la cuarta temporada de Angel, de ahí la decisión final de los "héroes" y el nuevo abanico de posibilidades que se abrirá en la serie superviviente a partir de septiembre.
Visto en perspectiva, Buffy no es solo la serie de una chica cazavampiros y sus amigos (tan importantes o más que ella misma, y sin duda mucho más simpáticos), sino la de una redención impuesta. Parece que la misión de Buffy, desde su llegada a Sunnydale, haya sido la de comprender la esencia de aquello a lo que combate, hasta amarlo y verse atraído por él: recordemos que su mayor temor es verse convertida en vampira (temporada uno); que llegó a enamorarse adolescentemente de un vampiro con alma; que murió y resucitó al menos un par de veces y que, desde la segunda vez, buscó purgar su pecado nefando de volver sin derecho a la vida hundiéndose en la muerte y el pecado y el sexo más que escabroso con Spike... Spike, el vampiro de quien tendría que aprender no sólo Angel, sino Lestat.
Porque sobre Spike parece ahora, en retrospectiva, que han girado cinco o seis de las temporadas de Buffy. Angel se encontró su alma como castigo (y es loable que busque redimirse y redimir a los demás como compensación inútil a sus pecados), pero el giro de Spike es más noble, más adulto. Un equívoco en un hechizo, un chip, un encaprichamiento infantil y, de pronto, una relación apasionada, sucia, casi de Nueve semanas y media entre el vampiro teñido y quien debería ser su némesis absoluta.
Como Buffy, también Spike cae en los abismos de sí mismo (si tal cosa puede ser posible, pero recordemos la escena del cuarto de baño), y como castigo, siendo todavía un vampiro amoral y sin alma, su ordalía nos lo devuelve renovado. Lo que en Angel es casualidad en Spike es causalidad. Amor profundo y sincero. Dolorido por lo que fue y por lo que no puede ser.
Buffy lo comprende a medias (pero las miradas de Sarah Michelle Gellar lo dejan muy claro). Su pasión de noches de tierra y cripta ha dado paso a algo más profundo que no se expresa con palabras ni con sexo. La relación entre ambos está ya más allá de todo eso: son un matrimonio de almas ("soulmates", que dicen en inglés). La misión de la Cazadora, entonces, es doble: devolver el poder del hacha (significativo símbolo opuesto a los otros símbolos fálicos) a las mujeres hasta entonces sometidas, y, tras comprender al enemigo (que es parte de sí misma y de todos nosotros, y es sintomático que The First tome sus rasgos), liberarlo, convertirlo, hacer de él un paladín, redimirlo como no podrá ser redimido nunca Angel.
Hace un par de semanas saltó a las redes un fanfiction o un falso plot donde se anunciaba el regreso de Spike a la serie de Angel. Era interesante, sin duda, aunque si hay un Slayer varón parece que el papel debería llevárselo Wood (recordemos la escena final en el autobús amarillo, tan milagrosa como la aparición de Willow ante el cráter de Sunnydale). No sé, la nueva encarnadura de ambos vampiros y su encuentro futuro promete ser interesante. Porque Spike, muerto y resucitado, se convertirá en humano (y ya anuncian, ejem, el regreso de Harmony), y ahora que Angel y su equipo han cruzado las líneas... ¿será Spike consecuente con todo aquello que ha aprendido, que ha sufrido, con todo aquello que lo ha redimido? ¿Blanco y negro otra vez? ¿Spike bueno, Angel indiferenciable de Angelus ahora que es director de Wolfram & Hart?
Qué riqueza de universo. Y cuánto lamento no haber estado ahí desde el principio, mister Whedon. Pero más vale tarde que nunca: es la lección que Faith, Buffy, las Slayers y Spike han comprendido en esta séptima temporada de ascenso a los infiernos.
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Categorías: Buffy y Angel