Un barco agoniza como agoniza un hombre:
resoplando, resistiendo, intentando arrancar al viento otro segundo,
poco importa que esa misma supervivencia implique
un instante replicado de dolor y de agonía.
Cruje como la respiración de un moribundo,
silba y desentona, al encuentro del olvido final.
Hay esperanza mientras los pulmones funcionen, mientras las velas se hinchen
y se arranque un nudo más a la resistencia de las olas.
Con tan magnífico párrafo comienza esta epopéyica novela sobre una de las mayores gestas de todos los tiempos. Y con tan intensas palabras cruzamos la pasarela, inquietos ya, embarcándonos en un relato salvaje. Al timón, un prestigioso capitán, versado y curtido en andanzas e innumerables travesías: Rafael Marín.
De inmediato despierta nuestras ansias de aventuras, la emoción de devorar cada párrafo, cada página, cada capítulo…; saboreando de manera voraz esta recreación veraz de la hazaña que abrazó la redondez del mundo por vez primera. Una vieja proeza acaecida hace quinientos años a la que debe su génesis el fenómeno de más rabiosa actualidad; ese que hoy, cinco siglos después, denominamos globalización.
La globalización comienza entonces, cuando Homero se reencarna en un noble veneciano, caballero de la Orden de Malta, con algunos temores, pero repleto de ansias de empresas azarosas, riqueza y fama, se enrola en la primera expedición que se dirige hacia las Indias pasando por el Nuevo Mundo. La ruta es fruto del conocimiento y osadía de dos portugueses: Fernão de Magalhães y Rui Faleiro, a los que su rey había ninguneado despreciándolos. Deciden dirigirse a la corte española y se trasladan hasta aquel Valladolid cortesano, donde fueron escuchados por un joven monarca recién llegado y que pronto se convertiría, además, en emperador.
El apoyo del rey Carlos les muda en súbditos españoles. Ruy Falero queda en tierra y Fernando de Magallanes parte como almirante de una flota de cinco naos y doscientos cincuenta hombres. La intensidad de la empresa inmortalizará a sus grandes protagonistas, convirtiendo a Magallanes en Áyax el Grande; y a Elcano, uno de sus marinos más experimentados, en el mismísimo Ulises. Y, como éste tardó pero consiguió regresar a su Ítaca, a diferencia de su vecino de Salamina y Peribea (o nacido portugués y muerto español).
Literariamente esta soberbia obra de Rafael Marín: Victoria, es una hermosa amalgama entre la novela documental, al modo de A Sangre Fría de Truman Capote, o Los Desnudos y los Muertos de Norman Mailer; y la novela de aventuras, deudora sin duda de joyas como La Odisea del ya citado Homero, Veinte Mil Leguas de Viaje Submarino de Julio Verne, fusionada con otros de sus fantásticos relatos como Miguel Strogoff y Cinco Semanas en Globo; además del gran Joseph Conrad y su alter ego marinero, Marlow, en sus distintas narrativas; y del sin par Alejandro Dumas y su El Conde de Montecristo. Y todos ellos a su vez, salvo por lógica Homero, son morosos de Antonio de Pigafetta, quien inició su viaje en Sevilla y lo concluyó en aquel Valladolid cortesano, ahora lugar de residencia de todo un césar, pues Carlos aglutinaba ya sobre su testa dos coronas: Rey de Las Españas y Emperador del Sacro Imperio Romano Germánico.
Marín nos obsequia frases antológicas, párrafos de un nivel literario rayanos en la perfección tanto de composición como de eufonía, en una prosa ágil y que conduce, a caballo entre el relato original del texto del sobresaliente enrolado y el profuso conocimiento de literatura que el autor nos regala, a devorar capítulos con el ansia codiciosa de que comience el siguiente, pero deseando secretamente no acabar el libro. Son sus más de trescientas cincuenta páginas toda una amalgama de belleza, dolor y esperanza; lo que es la vida misma, incluida la cruz de la moneda única: la muerte. Rafael domina todas y cada una de las facetas, mostrándonos una nativa brasileña que nos trae a la memoria la Venus por antonomasia, la de Botticelli, y su sensualidad; describiéndonos lugares remotos e inhóspitos ajenos a nuestros, aún hoy demasiado, ojos occidentales; recordándonos la emoción de lo nuevo, porque ése es el eje de este relato: la turbada agitación, el temor y la exaltación por lo inexplorado. En realidad, todo era desconocido, comenzando por la ruta y terminando con las futuras riquezas. Desde el prólogo en el que descienden de la nao Victoria las dieciocho figuras cadavéricas humanas que consiguieron arribar a la costa gaditana, al puerto de Sanlúcar de Barrameda; hasta el epílogo, donde esos mismos dieciocho se despiden con la prosa de Lombardo, nombre con el que se inscribió Pigafetta en tan magna empresa. Con absoluta maestría Rafael Marín intercala en el devenir de la narración pinceladas, retazos, matices, momentos ígneos y álgidos de los protagonistas de aquella primera circunnavegación que aun hoy se considera una auténtica proeza. Lástima que en el presente que nos ocupa, una de las personalidades públicas que tendrían que enorgullecerse, –y sin embargo obedeciendo vete tú a saber a qué complejos ocultos–, ha pretendido cambiar el relato de los hechos…
El autor, Rafael, al que ya consideramos amigo, porque alguien que escribe con esa generosidad no puede ser lo contrario, ni siquiera un simple y tímido conocido; va desvelando paulatinamente la personalidad de los principales personajes de su relato (y también del que le sirve de base: Primer Viaje Alrededor del Globo, la crónica de aquella primera vuelta al mundo): su fidelidad, su buen quehacer o su ruindad en la huida o dignidad en su muerte; además de describir escueta, pero magistralmente el carácter de las embarcaciones: su agilidad, poderío, capacidad de carga,…
Desde el inicio de su relato, similar a los impactantes comienzos de Dostoievski, Marín decide atraparnos, subyugándonos con su prosa, estimulando nuestro apetito de lectores fervientes, como un exquisito gastrónomo que toma un queso emmental, con todos sus orificios y lo convierte en un enérgico queso curado de oveja castellano, compacto y genuino. Victoria, y todos los que hayan leído la crónica de Pigafetta lo comprenderán a la primera, es una bella y enriquecedora saturación de aquel relato escrito con hambre y sed, oleaje y calma chicha, calor y frío, culpa y esperanza, amor y odio, sangre y lágrimas, pero ardiente de deseos: de aventura, de riquezas, de descubrimientos… cuando la moneda a pagar era la vida, tal y como dice Rafael en su obra y nos permite atisbar el vicentino en la suya.
Ya sabrán que este país es un gran país desde que Escipión decidió desembarcar para frenar a Aníbal y unió toda aquella península. Y a pesar de los nacionalismos (todos) que no hacen más que ensuciar por exceso o por insulto (sin saber que no insulta quien quiere sino quien puede); y de los cohibidos políticos que ahora tenemos, por desgracia tan faltos de conocimientos de esta grandeza pasada que ni se han parado a homenajear una gesta tan impresionante como la primera vuelta al mundo, para no ofender a alguien que lleva cinco siglos exánime…
Quien conozca hace tiempo la obra del gaditano Rafael Marín sabrá de su enorme genio literario. Los que no hayan tenido aún el placer de disfrutar sus creaciones, no dejen de deleitarse con su última novela: Victoria. Es sencillamente una obra maestra.
Para finalizar, nos sumamos a la gentil honra que todos los integrantes de tan enorme audacia merecen, no sólo los dieciocho que llegaron al puerto de Sanlúcar de Barrameda sino los doscientos cincuenta que partieron del mismo. Terminamos con un pasaje, el final, del libro de Pigafetta:
El martes bajamos todos a tierra en camisa y a pie descalzo,
con un cirio en la mano, para visitar la iglesia de Nuestra Señora de la Victoria
y la de Santa María la Antigua, como lo habíamos prometido
hacer en los momentos de angustia.
De Sevilla partí para Valladolid, donde presenté a la Sacra Majestad
de don Carlos, no oro ni plata, sino cosas que eran a sus ojos mucho más preciosas.
Entre otros objetos, le obsequié un libro escrito de mi mano,
en el cual había apuntado día por día todo
lo que nos había acontecido durante el viaje.
Carlos Giralda / Pilar Cañibano
Revista Atticus
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