No estuvo en Marvel desde el principio, pero sin él no puede entenderse lo que fue Marvel. Hoy, el aficionado a la historieta es cicatero y miope y juzga la validez del medio y su afición a partir de su experiencia limitada o de lo que otros le han dicho que tiene que ser su baremo. Así, glorificando la figura capital de Jack Kirby (en detrimento de la otra figura capital que fue Stan Lee), se ha pasado por alto (o, peor aún, se ha ignorado) la aportación importantísima que, durante décadas, realizó John Buscema.
Reconozcámoslo hoy como se reconoció en su momento: los cómics Marvel explotaron durante sus cinco o seis primeros años de vida una estética feísta y un tanto deslavazada, épica de andar por casa, un tropel de emociones y personajes más grandes que la vida que pillaron a contrapié a la Distinguida Competencia, donde todo era armonía y blandura. Las estéticas casi contrapuestas de Kirby y Ditko, más los autores de menos calado que los imitaron (quizá sobre todo en narrativa) no llegaron al grado de estilización máxima y a la belleza formal hasta que la editorial recupera la figura de Buscema, que se había retirado de los cómics y trabajaba en publicidad y que, aprovechando los rifirrafes que ya empezaban a producirse entre Stan Lee y sus colaboradores, entra en la Casa de las Ideas con cierta timidez, sin aspavientos (quizá lo mismo sucedió con el otro esteta reclutado en la segunda hornada, John Romita Sr.), para estallar como la bomba creativa que fue en cuanto se afianzó en la manera exagerada y grandilocuente de narrar e hizo suyos a los personajes, a quienes dotó de la armonía y el sex-appeal del que hasta entonces carecían.
Buscema tiene una formación clásica y bebe de tres grandes de los cómics de prensa (Foster, Raymond, Hogarth), pero su estilo está ya hecho y, desde su electrizante aparición en The Avengers solo puede mejorar de número a número. Cierto, su paso por Fantastic Four o The Mighty Thor quizá no deslumbre (¿no quiso Big John intentar hacerle sombra a Jack Kirby?), pero su deslumbrante Silver Surfer y su joya de la corona Conan the barbarian, nos demuestran pronto que Buscema no debe nada a nadie y lo consolida a los ojos de los lectores (y a los de Stan Lee, que no era tonto precisamente) como el mascarón de proa, el referente de lo que es Marvel.
La magia de los lápices de Buscema picotea en todas las series, en portadas, en los números uno de toda colección que se precie. Y en Savage Sword of Conan, realizando lo que hoy podríamos llamar “novelas gráficas” si nos diera la tontuna, y entintado por un tropel de dibujantes diferentes que no siempre hicieron justicia a sus lápices, Buscema no solo no pierde su fuerza imparable, sino que, de los pinceles ajenos, nos muestra una versatilidad que nos lo multiplica. Podemos quejarnos de las tintas puntuales de algún número, pero también podemos agradecer que nos ofreciera muchas estéticas y muchos Buscemas diferentes. Nunca, de todas formas, fue más sutil y hermoso su trabajo que en las demasiado pocas ocasiones en que se entintó a sí mismo.
Buscema fue el alma de Marvel durante décadas. Su listón de calidad nunca bajó del sobresaliente, y tarde o temprano la historia tendrá que reivindicar su memoria como lo que fue: el emperador de todas las temáticas.
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