El medio era tan joven que aún no tenía el nombre con el que, equívocamente, nos empeñaríamos todos en llamarlo durante muchas décadas. Los títulos que los periódicos ofrecían en sus páginas no eran ya exactamente “funnies”, ni eran, como luego, “comics” (sin la tilde), y sus dibujantes eran “cartoonists” aunque trabajaran en series continuadas y desarrolladas en secuencias, no necesariamente en caricaturas ni en una sola viñeta. El medio era tan joven que todavía podía explorar y expandirse, buscar soluciones narrativas y recursos gráficos.

Los cómics (llamémoslos así, a fin de cuentas, ahora ya con tilde obligatoria) quizá desarrollaron la estética “realista” (aunque no lo fuera) precisamente por esa necesidad de búsqueda de recursos (la expresividad del primer plano o la espectacularidad del plano general vienen inmediatamente a la cabeza), así como la necesidad de los artistas de demostrar que eran algo más, mucho más que caricaturistas. Aunque cada uno disponga de características propias, la influencia del medio hermano, el cine, no puede soslayarse, ni tampoco las modas sociales de cada momento, sus miedos, sus anhelos. Había terreno virgen por explorar en temáticas y estéticas. Quizá, como hemos visto tantas veces antes y luego, nadie quiso ser el primero en abrir senda: es siempre más seguro ser el segundo.

Con ilustres precedentes (¿quién puede negar que los mundos oníricos de Little Nemo no instan al sueño de la aventura, o que la valentía tan de Harold Lloyd del pequeño Wash Tubbs, o el sarcasmo viajero de Popeye no estaban ya haciendo cosquillas a la aventura?), los cómics estallaron en busca de nuevos potenciales con la publicación casualmente simultánea de dos títulos que buscaban el apoyo de la literatura de masas y, al menos uno de ellos, contaba con la bendición de la popularidad del cine: desde 1929, el exotismo selvático de Tarzan of the Apes y los mundos futuros de Buck Rogers in the 25th Century reventaron las fronteras de la narrativa dibujada. Apenas dos años más tarde, fruto de la popularidad del cine de gánsteres y de los propios hampones en el mundo real, aparece Dick Tracy, el sabueso detective que ganó su placa de un día para otro (las cosas de los cómics) y que se convirtió en el primero y más implacable de los muchos policías de ficción que vinieron luego.

Había mundos por explorar, mundos a los que hacer la competencia. Si los cómics, en sus entregas diarias o sus hermosos suplementos dominicales, ayudaban a vender periódicos, y ya existían los precedentes de fichajes y trasvases de una agencia de prensa (los “syndicates”) a otros, tanto de autores como de personajes, no es extraño que, en aquellos años en que el medio de la aventura diera sus primeros pasos balbuceantes, se buscaran autores capaces de enfrentarse al reto de arrebatar lectores a los autores pioneros. La buena fortuna, o el destino, quiso que King Features Syndicate contara ya entre sus filas con un joven que apuntaba maneras, aunque nadie quizá hubiera podido imaginar entonces que acabaría por convertirse en uno de los más grandes.

Alexander “Alex” Gillespie Raymond había nacido en 1908, en una familia católica de New Rochelle. Aunque tenía buena mano para el dibujo, la muerte de su padre, ingeniero civil, y la necesidad familiar lo encaminaron hacia una prometedora carrera como corredor de bolsa. El crack de 1929 y la Gran Depresión lo desviaron de ese mundillo y lo hicieron volcarse en su afición artística. Hizo de ayudante y luego de “negro” para autores como Russ Westover en Tillie the Toiler y, una vez en King Features Syndicate, de Lyman Young y su hermano mayor Chic. Con el tiempo, hemos podido advertir, por un lado, la estilización de la estética de Blondie y su inocente sensualidad fruto de la influencia del joven ayudante, y sobre todo, la inclusión en las aventuras selváticas que ya no los abandonarían de aquella pareja de jóvenes vagabundos, Tim Tyler y Spud, nuestros Jorge y Fernando .

Raymond era joven, rápido y ambicioso. Estar a la sombra de otros autores, sin reconocimiento autoral, y con un sueldo exiguo, no era suficiente. Es de suponer, además, que tanto los artistas con quienes trabajaba como los jefes para los que ofrecía su labor artística estaban al tanto de las capacidades de la joven promesa. Ante la necesidad de enfrentar a Buck Rogers con otro héroe espacial (y Brick Bradford, creado en 1933, acabaría siéndolo, pero entonces aún no lo era), KFS empezó a buscar un título que pudiera luchar con sus mismas armas.

Alex Raymond presentó un proyecto que fue rechazado por su falta de acción, la historia de un grupo de científicos donde uno de ellos, no el protagonista, se llamaba ya “Flash”. Un segundo intento, algo más estilizado, fue rechazado también. Se buscaba la aventura y el exotismo, un poco al estilo de las novelas de John Carter de Marte de Edgar Rice Burroughs, cuyos derechos no pudieron conseguirse . El tercer intento de Raymond, ya con el nombre Flash Gordon y la peripecia como motor de arranque, recibió el visto bueno. Al socaire del éxito de la novela de 1933 When Worlds Collide (Cuando los mundos chocan, llevada finalmente al cine en 1951), y ocupando dos tercios de la segunda página en color de los periódicos dominicales, Flash Gordon ofrecía aventura a raudales, un no parar de situaciones al límite, villanos orientales, razas alienígenas, mujeres hermosas de erotismo deudor de la descocada década que quedaba atrás. Y muchos prestamos artísticos del gran Harold Foster, lo cual nos indica la admiración que el joven Raymond sentía por el ya maduro maestro y, más que ninguna otra cosa, las prisas con las que tenía que abordar su trabajo.

Porque, si Flash Gordon se enfrentaba a Buck Rogers, la página de los periódicos quedaba completada por otra serie del mismo autor, Jungle Jim, donde se intentaba ofrecer una respuesta “civilizada” a Tarzan y se contaban las aventuras desaforadas, igualmente sin pies ni cabeza, de un explorador y cazador de fieras vivas (basado en el popular cazador Frank Buck y con el físico del hermano menor del propio Raymond, Jim) en una improbable Malasia donde hay leones, tigres, tribus de “negros”, malvados orientales, femme fatales y hombres blancos que se reflejan en su mayoría como explotadores sin escrúpulos. Y todavía tendría Alex Raymond tiempo para dibujar las entregas diarias, con supuestos guiones de Dashiell Hammett, de Secret Agent X-9.

Cualquier otro habría sucumbido en el proceso, pero Raymond era joven y, ya se ha dicho, ambicioso. Con los guiones un tanto inanes de Don Moore (que no firmaría su colaboración hasta los tiempos de Austin Briggs), las dos series en color irían explorando no tanto la aventura colonial o la fantasía espacial como el desarrollo y el avance de la capacidad cuasi mágica del dibujante. De todos los autores de cómics que en el mundo han sido (quitando a Foster, que ya comenzó su andadura en la perfección y nunca se separó de ella) se espera que evolucionen en su grafismo, que tengan buenos y malos momentos, que se adocenen o acaben por repetirse en fórmulas cómodas. No es el caso de Alex Raymond, quien, esteta inquieto, explora y mejora de semana en semana, experimentando con tramas, rayados, formatos de viñeta, del barroco al clasicismo, buscando siempre la belleza absoluta. Nadie, en la historia de los cómics, ha sido capaz, ni antes ni después, de evolucionar de la manera en que lo hizo Alex Raymond, desde sus titubeantes inicios como dibujante anónimo hasta su temprana muerte en 1956.

Durante diez años, Raymond dibujaría sus dos series dominicales (abandonó pronto la presión de las tiras diarias de X-9), hasta que, inquieto siempre, se ofreció voluntario al cuerpo de marines, pese a su edad, para participar en la Segunda Guerra Mundial. Volvería tras la contienda al mundo civil y crearía, en Rip Kirby (1946), una nueva obra maestra, pero sus personajes primeros gozarían de vida más allá de la espectacular progresión gráfica de su autor, no solo en el medio de los cómics de prensa, sino también, como es sabido, en seriales radiofónicos, cine de serie Z para los sábados, comic books, series de televisión, dibujos animados, abundante merchandising y al menos una película de alto presupuesto.

Pero los auténticos Jim de la Jungla y Flash Gordon son los que, desde 1934 y hasta 1944, poblaron de sueños, aventuras exóticas, experimentación sin límite y glamour las páginas en color de los periódicos de su tiempo. Esos que podemos disfrutar, aquí, de nuevo, ahora.

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