La música era, entonces, la magia que ayudaba a pasar de la infancia a la adolescencia, lo que definía a mi generación y la diferenciaba de la de nuestros padres, eso que nos ayudaba en el tránsito hacia la temida edad adulta. La media tarde era la hora de reunirnos ante un viejo tocadiscos y, mientras leíamos tebeos o salvábamos el mundo, escuchar aquel popurrí de pop sinfónico y cantautores.
Los discos duraban mucho tiempo en el mercado, quizá porque el mercado sabía que la capacidad de adquisición de los jóvenes tenía que pasar antes por semanas e incluso meses de ahorro. Una ciudad pequeña, como un pueblo grande, tenía a lo sumo una o dos tiendas de discos: nos surtía de música, antes que nada, la radio, y a la radio vino a echarle una mano Círculo de Lectores, que amplió pronto su oferta de libros a los discos.
A veces pedíamos discos por puro azar, por aquello de consumir los puntos del trimestre, aunque nos fastidiaba un tanto que los discos no vinieran con la carátula original del mercado. Uno de esos discos comprados al azar nos llenó las tardes de notas fúnebres, de una voz clara y de unas canciones que, en la línea de los cantautores que alternábamos con todo tipo de estilos, nos resultaron sorprendentes. El disco se llamaba “Rito” y el cantante Luis Eduardo Aute.
Escuchamos muchas veces aquel disco, mientras leíamos tebeos, discutíamos de chicas o salvábamos el mundo. Creo recordar que la edición de Círculo no traía las letras. Eso nos hizo escuchar las canciones con más atención, intentando desentrañar aquellas metáforas, el significado de aquel “rito de agujeros y cipreses” que, a los dieciséis o diecisiete años, comprendíamos que era algo más de lo que parecía a simple vista. Quizá nuestra canción favorita fuera ya “De alguna manera”, quizás nos sentíamos ya identificados con la historia de amor que no habíamos vivido todavía y se nos contaba en “Las cuatro y diez”, quizá nos rompió los esquemas la coda final del disco, aquel “Autotango del cantautor” que era una sátira de sí mismo y de la seriedad y la trascendencia que dominaba el resto del disco.
Pero la canción que nos unió para siempre al poeta fue “Dentro”. Una de esas lecturas magufas de la adolescencia y aquella bella referencia “y nace un muerto” nos hicieron experimentar la epifanía del significado tan claramente expresa y a la vez tan oculto de la canción. Fue, desde entonces, nuestro secreto. Como fue secreto, durante un tiempo, aquel cantante que no convertía las canciones en poemas, sino que hacía de los poemas canciones.
Luego vinieron, en cascada, Espuma, Babel, las 24 canciones breves, Sarcófago, aquella broma genial del Forgesound, Albanta… Demasiado secreto para ocultarlo: había que transmitir nuestro placer privado (reconozco que, como tantos, en la era predigital, hice no sé ni cuántas copias de aquellos discos para mis amigos). Excursiones a Jerez primero y después a El Puerto para escuchar al hombre misterioso que apenas daba conciertos, los libros de poemas de Hiperión.
Y de pronto, a principios de los años ochenta, nuestro hombre se convirtió en popular. Ya no fue privativo de unos pocos, ya no éramos tres y el de la trompeta quienes admirábamos su poesía, su pintura, su música.
Pero nos queda, a aquella primera vieja guardia, el latido del reconocimiento, el análisis verso a verso y estrofa por estrofa, el sabor de los elixires que destilaba cada imagen y cada metáfora. Todavía hoy, más de treinta años después, mis alumnos se quedan a cuadros cuando, en clase, leemos “Dentro” y caen en la cuenta, demasiado tarde, de que han caído en la trampa.
La más bella trampa, la de las palabras.
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