Goya ha vuelto a la historieta.
En buena hora. Es un acto de justicia. Porque, verán ustedes, don Francisco de Goya y Lucientes, uno de los sordos geniales del siglo XIX (el otro, claro, es Beethoven), no solo dinamitó la pintura que le precedía, rompió los cánones, impuso otros nuevos, se lanzó de cabeza a los estilos que luego le seguirían todos cuanto vinieron, sino que en aquella famosa serie de seis óleos prefiguró lo que luego sería el cómic: o sea, una historia contada en una sucesión de imágenes. Me refiero a La captura del bandido “Maragato” por fray Pedro de Valdivia, o cómo un hecho anecdótico popular en su momento (la resistencia y la victoria de un fraile al bandido que lo amenazaba, ríanse ustedes de Batman) preludia lo que luego otros han querido llamar arte secuencial. Cómo quizás a partir de esas seis divertidas viñetas que en manos de otro habrían sido meros esbozos a carbón saltó Goya a convertirse en santo patrón del séptimo arte hispano y premio de nuestra Academia Cinematográfica es algo que se me escapa un mucho. A menos, claro, que apliquemos la tradicional desidia de nuestra historieta y nuestros historietistas a la hora de darse a valer.
Goya es el gran romántico español. Y en su vida, desordenada, caótica, entre pulsiones y ambiciones, encontramos el retrato y la crítica social, el espanto de la guerra, el repaso a las tradiciones, el coqueteo con el sexo y con la muerte, el horror ante el paso de los años, dioses y bucos, criaturas abominables que solo pueden acechar dentro de la mente de quien se afana con sus pinceles en buscar luz interior.
De eso trata este admirable libro (me resisto a llamarlo “novela gráfica”, perdonen ustedes), GOYA, LO SUBLIME TERRIBLE que El Torres y Fran Galán ofrecen para el deslumbre de los lectores. Es ficción, sí. Pero también es historia. La vida de Goya ha sido objeto de premios Planeta, de películas y series de televisión, tanto en España como fuera de nuestras fronteras. Su relación con la independiente duquesa de Alba, su azarosa vida matrimonial, la enfermedad y el enfrentamiento continuo con la realidad que tal vez lo acercaron peligrosamente a la locura, la pulsión entre el hombre racionalista que el pintor es y la superstición de la que ninguno puede librarse son la base de esta narración.
Nos encontramos con lo que es, en ocasiones, un tebeo de terror que escamotea siempre sumergirse de pleno en el terror. Nos encontramos también con un tebeo histórico donde el guionista, que ha estudiado la historia, no se entretiene en darnos lecciones de historia, dejando para el lector curioso la tarea de consultar (hoy, tan fácil, a un solo clic) quiénes son los personajes secundarios que asoman de manera tan brillante en estas viñetas.
El Torres se reivindica una vez más como un guionista sólido, con un magnífico sentido dramático y una capacidad casi sobrenatural para los diálogos y el tono coloquial, lo suficientemente respetuoso con el que posiblemente se hablaba en la época y a la vez deliciosamente moderno. Fran Galán, por su parte, con su estilo claro y luminoso, se pone al servicio de la historia y ofrece toda una gama de matices en las expresiones de los personajes, comunicando a la perfección sus estados de ánimo y desánimo, rompiendo a placer las fronteras entre lo real y lo surreal, espectacular cuando tiene que serlo, íntimo cuando toca. Descubrir, en el paso de la historia, cómo la mirada de Goya (que es la mirada de los autores, la mirada del lector) va viendo casi de refilón lo que luego serán sus cuadros es un añadido que catapulta el enorme valor de este libro, que me atrevo desde ya a calificar como histórico para la historieta española.
Me queda, tras la lectura, la admiración por sabiduría de la puesta en escena. La reflexión, quizá compartida por los artistas, de cómo los monstruos de la razón son necesarios para crear obras de arte.
Porque crear es, antes que nada, un acto de exorcismo propio. Y aquí El Torres y Fran Galán, con la figura del grandísimo Goya como vehículo, hacen una bella parábola del acto de la creación, de la búsqueda de la paz interior, de ese momento de pausa en que el artista deja el pincel (o la pluma) y suspira feliz… un fugaz tiempo de paz hhasta que otra criatura de su imaginación vuelva a roer las entrañas de su mente.
El sueño de la razón produce monstruos, pero es sublime lo terrible.
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