Tuvo que ver, quizás, el desprecio secular hacia el fantástico que tiene la literatura española, el sambenito de que no hay tradición, de que los que escribimos ciencia ficción o fantasía somos unos idiotas, sin cultura, que nadamos contra corriente y estamos condenados al fracaso. Tuvo que ver, quizás, que a poco que uno escarba en las grandes obras clásicas de nuestro idioma sí que encontramos que existen abundantes elementos de fantasía y que, además, no están ocultos en obras perdidas, sino que asoman a las claras en los títulos más conocidos. Vale, lo mismo podemos considerar que los milagros de nuestra señora son religión, pero las apariciones marianas son también fantasía. Igual que las apariciones de santos a Mío Cid Campeador, o el juego de magias y metaliteratura de El Quijote.
El deseo de mezclar literatura, historia y fantasía ya me cruzó en el camino mi otra novela “histórica”, Juglar, donde jugué con todos esos elementos. Pensé, justo al terminar ese libro (y estamos hablando del año 2005) en el otro gran personaje de nuestra literatura (de la literatura universal, en realidad) que deriva claramente a lo fantástico, sin ambages: Don Juan Tenorio. Un personaje que, dicho sea de paso, nunca me había hecho la menor gracia.
Pero estaba ahí, llamando: un personaje pendenciero y seductor que se cruzaba con lo ultraterreno. Un personaje que podía y debía ser reexplorado a la luz nueva del fantástico nuevo. Un personaje que, por más que leía a trozos la obra de Zorrilla, me pareció siempre… un inmaduro.
Confieso, sí, que no me gusta(ba) nada el personaje. No por el machismo inevitable de su condición, sino por lo esquemático de su trazado, por lo inmaduro de su presentación al público, por lo endebles de sus creencias y lo falso de su conversión final. Me molesta siempre, y mucho, su arrepentimiento y conversión. En su esquemática presentación teatral, Don Juan es un personaje casi de tebeo malo (y no extraña entonces que uno de sus comparsas se llama adecuadamente “Capitán Centellas”). Su adolescencia en la cuasi senectud, el absurdo de llevar una lista de sus conquistas, la apuesta con su gemelo tonto… Nunca he logrado entrar en la obra de Zorrilla. Un poco más me agradó la versión de Tirso (donde al menos el personaje no pierde su integridad amoral). Sin embargo, sí disfruté con la de Moliere, cuyo Don Juan me parece el más redondo, el más puro y sincero, el más auténtico.
Es, sin embargo, un momento de la obra de Zorrilla el que me puso en la ruta del libro al que dedicaría luego tanto tiempo: aquel en que el personaje cuenta, como de pasada, sin darse importancia, su periplo por Europa, por París y Roma. Esa parte aventurera y guerrera del personaje me parecía más interesante que su obsesión por anotar sus conquistas como un amanuense y fardar de ellas delante de los colegas.
Esperé. Empecé a darle vueltas a la historia. No escribo hasta que tenga la música interna de la narración. Primera persona, claro. El personaje tenía que confesarse. Tenía que excusarse. Tenía que comprender él mismo cómo era y hacerme comprender (a mí y a los lectores) cómo era. Porque el esquema teatral de hace ciento y pico años ya no vale para la sensibilidad de hoy, no sirve para una novela. Y, cuando exploré la época y me enamoré de ella, comprendí que no podía ser una novela breve, sino una historia muy larga. Tan larga que ya de entrada supe que rondaría las mil páginas.
Me vino un día, de pronto, la primera frase: “Yo soy el viento”. Y supe que, también, esa tenía que ser la frase final del libro. Pero no escribí todavía. Ya había olvidado, en buena hora, hacer un Don Juan fantástico para el lector fantástico contemporáneo. Tenía que escribir un Don Juan histórico contemporáneo para el lector de novela histórica contemporánea.
Reconozco que no podría haber escrito este libro en otro momento: ni por trayectoria vital (ya supero en edad a la del personaje, ay), ni por la abundantísima documentación que he podido manejar gracias, sobre todo, a la gran biblioteca de nuestro tiempo que es internet. Para las mil cuatrocientas páginas que alcanzó el manuscrito (convertidas en mil en la edición impresa, sin que se haya sacrificado ni una coma), debo de haber leído más de cinco o seis veces esa cifra. Libros de todo tipo, sobre la época, sobre los personajes reales con los que Don Juan se cruza, en inglés y en español, unos cincuenta o más, de modo que todos los sucesos históricos son, creo, tal como sucedieron. Tracé un esquema de los momentos históricos importantes desde el año en el que, arbitrariamente, hice nacer a mi personaje, 1505, hasta su final. Y de esos importantes sucesos fui eligiendo en cuáles podía y debía estar mi personaje, combatiendo, espiando, seduciendo.
Por fortuna, la vida de Carlos V está documentada prácticamente día a día. Eso me permitió que, cuando Don Juan se cruza con él, pueda ser plausible en todo momento. Lo mismo con los otros personajes históricos que salpican el relato: Garcilaso, Enrique VIII, Ignacio de Loyola y tantos otros: están justo donde estuvieron en el momento en que Don Juan los encuentra. La narración del Saco de Roma, del asedio de Viena, de las batallas de Argel y Túnez, de San Quintín son tal como fueron: internet, ya digo, me permitió acceder a estudios sobre esos momentos históricos, en ocasiones a partir de textos de la misma época.
El principal problema de toda la historia, claro, era ser verosímil. Tenía que explicar al seductor y su desdén por el otro sexo: de ahí todo el libro primero con su infancia y primera juventud en Sevilla. Tenía, además, que justificar que un personaje ateo y amoral pudiera haber sobrevivido en una época beata. Tenía que justificar que estuviese en todos esos sitios, como burlador y como guerrero. De ahí que surgiera la idea de que, entre otras profesiones, Don Juan actúe como espía del Emperador (y a las órdenes de un M muy particular, Garcilaso, quien en efecto fue también espía).
Nunca quise documentarme mucho más allá de los momentos en que el personaje estaba, para no confundirme ni cometer gazapos históricos (aunque sin duda habrá alguno). Tuve por fin la música de mi historia y comencé la redacción: lo que hoy es el “libro primero” de los doce que componen la obra: Sevilla y la fascinación por el descubrimiento de la vida. Es, creo, una parte hermosa, llena de luces y nostalgias y también de inocencia. Don Juan no es aún Don Juan (quizá no llega a serlo hasta el enfrentamiento con St. Croix en París, tres libros más tarde), sino un burgués soñador que nace y vive en un lugar de ensueño.
Tiene un tono diferente ese libro al resto de los libros, para contrastarse con el libro último, el del regreso. Quise, y así lo escribí, que fuera todo una narración de corrido: porque los recuerdos de la infancia no tienen puntos y aparte, porque esa época de nuestras vidas se percibe como un todo que no se sabe dónde comienza y quizá tampoco dónde acaba. Setenta páginas de un solo capítulo son muchas páginas de un solo capítulo, sin apartes, sin pausa, sin tregua. La literatura por la literatura. Justo lo contrario de lo que había venido haciendo en otros libros: capítulos cortos donde se contara justo lo que tiene que contarse, para que el lector los percibiera como unidades mínimas y siguiera (o no) en el siguiente.
En realidad, fue así como percibí la novela en un principio: como un todo sin capítulos ni libros diferenciados. Creo que nací demasiado tarde. La literatura (iba a decir “la literatura tal como la conciben las editoriales de ahora”, pero las editoriales de ahora ya no conciben la literatura) va ya por otros derroteros: el lector es impaciente, necesita la pausa, el aire. Ya que no estaba dispuesto a diluir el estilo, que es mi santo y seña y, más que ninguna otra cosa, el santo y seña de esta novela, hice caso al sabio consejo del gran Alfonso Mateo Sagasta y decidí escribir en capítulos. Eso mejoró, sin duda, la arquitectura y el ritmo de la novela. No sé si la hará más fácil de leer, pero como bien me dijo Alfonso, me iba a hacer más fácil escribirla. Eso que le debo, una vez más, al amigo y maestro.
Si observan ustedes, durante todo ese primer libro no hay diálogos. Me dan mucho respeto los diálogos, de ahí que incluso haya escrito novelas enteras sin ellos. En Don Juan era inevitable que aparecieran tarde o temprano. No hay más que un momento dialogado en la infancia y juventud del personaje, quizá porque el recuerdo de la infancia es un todo y no me parecía que, en esa memoria, el personaje pudiese recordar, en la ficción novelada, tanto detalle. Temía, en especial, dadas las características del protagonista y su pedigrí literario, caer en el ripio. Sin embargo, el diálogo entró en escena nada más dejar Sevilla atrás y salir a los caminos (de la mano del Guti, el primer criado que conocemos en la novela) y se convirtió, casi en seguida, en una de las principales características de la obra y del personaje y los personajes: esgrima verbal. Creo que, de todos mis libros, es el que tiene los mejores diálogos, los más chispeantes, con los mejores retruécanos y las mejores réplicas.
La aparición del primer criado me planteó un doble problema. Era necesario porque a partir de ese momento, en los caminos, Don Juan tendría que encontrarse con un montón de otros personajes: del roce con todos ellos iría surgiendo la peripecia vital que formaría el libro. Yo sabía (lo dice el personaje en las primeras páginas) que no habría un solo criado: no podía haberlo, en tanto el comparsa se ha llamado Chuti, Catalinón o Sganarelle según qué autores lo trataran. Mi Don Juan conocería a muchos criados y no quería que en modo alguno el lector esperara la aparición del más conocido, el Chuti, así que decidí llamar “el Guti” al primero, para que la deformación fonética apuntara a él, pero sabiendo que vendrían otros criados, para otros momentos. Y el Guti, con su verborrea incontenible, con su picardía incontestable, con su sabiduría del camino se convirtió, de pronto, en un rival para el protagonista (hubo otros rivales de igual peso a lo largo de la narración). De ahí que la solución a ese conflicto quizá pille por sorpresa al lector, pero no a mí como autor: no cabía otra Luego vendrían otros criados, distintos entre sí, gamberros o inútiles, incluyendo uno llamado Molina que es un guiño a Tirso, por si no queda claro.
El juego escénico de situar a un personaje de ficción en un entorno de personajes históricos se redondea con el guiño a algún que otro personaje de ficción que estuvo presente en los momentos de ficción que aquí se tratan, como es el caso de Lozana. Hay alguna auto referencia a personajes pasados propios: la mención a una encarnación de Ora Pro Nobis que es vista de refilón como mártires en el Saco de Roma, o la más extensa intervención de Stefano el truhán, con quien tuve que tener pies de plomo para que se entendiese bien sin pillar la referencia al libro del que procede (sí, Juglar), pero con la suficiente sutileza en la descripción de lo que dice y lo que le ocurre para que el lector que haya seguido mi obra capte el guiño casi obligatorio. Lo mismo en el caso de la alusión a otro personaje que tiene bastante importancia en la aventura en Constantinopla, y cuyo nombre y circunstancias prefiero no aclarar: sea el lector quien lo descubra y lo disfrute o acepte las características del personaje tal como yo las he (trans)formado.
Escribir este libro ha sido un enorme placer, y también un gigantesco tour de force . Metido por fin en harina, han sido cinco años de redacción. Un enorme placer, sí, pero también un enorme miedo escénico: no a perder la música, como temía en otros libros, sino a no ser capaz de terminarlo. La idea era que el libro fuera in crescendo, desde el principio al final, que cada capítulo fuera mejor que el anterior, que el personaje se fuera haciendo atractivo y a la vez odioso, que se nos convirtiera, desde el niño bueno de las primeras páginas, al monstruo que se considera él mismo también desde el principio.
Escribir una novela es superar las trampas que tú mismo te vas tendiendo. En este caso, la trampa fue la primera persona. Indispensable en este caso. Pero escribir con ese tempo, con ese ritmo, con esa forma de ver el mundo me obligaba a ser fiel en todo momento al progreso vital de Don Juan: no podía iniciar un capítulo diciendo “diez años después yo estaba...”, porque la estructura del libro era la confesión de todo lo que el personaje hace. Y, si quería que estuviera en los momentos históricos que se me apetecía contar, había que justificar el camino, el tiempo en que se tarda ese camino, las circunstancias que lo llevaban a estar en Viena, o en Argel, o en Inglaterra o en Túnez. Hubo que recurrir a trucos para que la novela no durara tres mil páginas. Sobre todo porque siempre fui consciente de que, escribiendo como estaba escribiendo, a tumba abierta, sin preocuparme por satisfacer a nadie más que a mí mismo, sin plegarme a exigencias de mercado ni miopías editoriales, estaba escribiendo una vez más una novela con hándicap. Y la novela está escrita como un todo: en cualquier caso, podría haberse publicado en dos partes, pero no en tres. Era un enorme diplodocus el que estaba redactando, y la misma estructura ya marcada me impedía volver atrás y rehacer.
Porque es una novela que no está rehecha. No está reescrita. Apenas está corregida formalmente. Terminado un capítulo, pasé al siguiente. Lo que me sorprende es cómo está todo apuntalado y apuntado ya en los primeros capítulos. Lo que me sorprende es cómo Don Juan escribe (tengo la impresión de que no he escrito este libro, una vez más) y, sobre todo, cómo remata sus razonamientos. No soy consciente de haber llegado a ellos.
Mil cuatrocientas páginas de manuscrito, convertidas en casi mil en su versión al papel, donde no se ha sacrificado ni una coma. Donde creo que, si acaso, le faltan páginas, un libro intermedio entre los dos últimos. Donde he sufrido y gozado y, sobre todo, aprendido. He llegado a querer a ese hijo de puta que es Don Juan. Mi Don Juan. Independiente de los otros Don Juanes como el personaje es independiente de sus coetáneos y hasta de sí mismo. Lo curioso es cómo lo que empezó siendo un deseo de revisión fantástica elude lo fantástico, y ese fantástico, cuando aparece, es apenas un esbozo no aclarado (la naturaleza de Stefano o la mujer del velo). No hay fantasmas que salen de las paredes: cuando lo hacen, hay una explicación racional. Tengo, eso sí, la impresión de que el fantasma, en todo caso, es el propio Don Juan a partir de un momento determinado del libro.
¿Mis personajes, mis pasajes favoritos? Me gustan las mujeres que salen en el libro. En especial las mujeres fuertes: Madame de Brueil y su guiño a Milady, Lozana, la loca del coño y la diablesa pelirroja. Me gusta el largo momento en Inglaterra, con la coña hacia el bardo por nacer y el paralelismo entre Don Juan y Enrique VIII; de ahí, el momento en que Don Juan, quizá por primera vez, se solidariza con la(s) mujer(es) al posicionarse a favor de la reina Catalina. Me gustan las charlas de hombres: con Ginés de Alejandría, con el Emperador, con Garcilaso, con Manolito, con Ignacio de Loyola, con Perejón. Me gusta, especialmente, el personaje de Centellas.
Cinco años y todavía me queda en el tintero la duda... ¿Una nueva historia con Lozana como centro? ¿Con Robert? ¿Con Perejón?
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Categorías: Literatura