—¿Cómo has dado conmigo, amigo mío?
—No sería el buen espía que fui si no hubiera hecho indagaciones. Hace un par de años que supe que estabas vivo y dónde, aunque no esperaba que estuvieras aquí todavía.
—¿Cómo sobreviviste a Argel?
—Sobreviviendo. Penando mucho y aguantando más. Fueron tantos años que he perdido la cuenta de la edad que tengo.
—¿Te la digo?
—Mejor no, así puedo seguir engañándome un poco más. ¿Lograste embarcar en la desbandada?
—No. Me capturaron. Fui esclavo medio año, pero los mercedarios pagaron mi rescate. Pude reengancharme y volver a Europa.
—Para perder esa pierna.
—Podría haber perdido mucho más. No tenemos, me parece, derecho a quejarnos.
—Es posible. Pero con ese aspecto de pirata, yo no me habría quedado a servir en una hostería.
—Ya sabes lo poco que me gusta el mar.
—¿Y la muchacha?
—La conocí cuando yo era esclavo y ella una niña. Me acompañó cuando me rescataron y me esperó hasta que volví cojo y cansado. Los mismos monjes que compraron mi libertad se encargaron de convertirla.
—Una cosa por la otra.
—Una vez más, no me quejo.
—¿Te da el negocio para vivir?
—Siempre se venderá vino y siempre se comerá pan. Sevilla es mucho más, hoy, que un lugar de paso hacia el Nuevo Mundo. Hay tanto dinero circulando que hasta los mendigos son más ricos que los antiguos soldados de los Tercios. Lo sé porque muchos vienen por aquí, atraídos por el nombre y la leyenda. Unos se avisan a otros y no hay noche que no tenga en marcha una partida de naipes o una de dados.
—¿Pagan?
Centellas se encogió de hombros.
—Los que pueden. Los soldados ya hemos hecho suficientes sacrificios. Menos tú, Don Juan. Se cuentan tantas historias sobre tus hazañas que no sabía si estabas vivo o si te habías convertido ya en una leyenda.
—Pongamos que todo es cierto a la mitad. No he estado en todos los sitios donde dicen que he estado.
—Pero sí volviste a los Tercios.
—Por ver si el tiempo volvía atrás, sí.
—Y no volvió.
—No, no volvió. Corrió aún más rápido. Tanto, que cuando me di cuenta había un rey nuevo y enemigos distintos. Supe entonces que tenía que dejar de tomar cotas y esquivar cañonazos.
—Pero no mujeres.
—Las mujeres son una guerra distinta que no mata. Al menos, de momento. Te he traído un regalo.
Eché mano al zurrón y saqué el bulto envuelto en papel encerado. Con curiosidad, Centellas soltó el lacre y las cuerdas que lo sujetaban. La morita, Fátima, había acudido a sentarse a su vera. Al abrir el paquete, Centellas no pudo contener un sollozo.
—Manchado de sangre tuya y mía —le dije mientras el antiguo capitán apretaba el estandarte raído y desgarrado, pespunteado mil veces, de la Compañía del Laurel contra su pecho—. De la sangre de quienes lucharon con nosotros y de quienes pelearon luego. Sangre de héroes muertos.
—Oh, capitán —dijo Centellas, con un hilo de voz, mientras las lágrimas llenaban ríos en los surcos de su rostro—. Ahora sí que esta hostería podrá llamarse del Laurel, como en el tablón se anuncia. No sé cómo agradecértelo.
—Sirve más vino. De la segunda barrica. Y haz correr la voz de que en Sevilla está Don Juan Tenorio y tiene hambre de juegos de naipes y dados. De las mujeres no te preocupes: yo me encargo.
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