Cruzamos los aceros. Dos, tres veces. En el silencio del claustro, era como si Pavía se repitiera allí dentro. Los estudiantes y clérigos, espantados, veían cómo dos hombres luchaban a muerte. Había fuego en mis ojos, burla en los de St. Croix. Me había vencido en mi terreno, o eso pensaba. Y, en todo caso, había destrozado mi reputación de burlador. No comprendía. Quizá no lo había comprendido nunca. No captaba los matices de la seducción. Engaño, sí; pero entrega. Estafa, también; pero regalo. El burlador es el cerrajero que abre la caja de caudales sin que se noten las marcas de sus dedos en el metal, el saltabancos que te birla la faltriquera mientras está haciendo un juego de manos que te arranca una sonrisa. Un seductor no recurre a la violencia. No la necesita. Es lo que diferencia a un caballero de un patán. Una caricia no puede convertirse en golpe. No en mi caso. No en mi nombre.
St. Croix respondía a mis estocadas con movimientos precisos, sin temerme, sin perder la cabeza ni asustarse. Pero sonreía. Una mueca de burla donde asomaban los dientes del diablo. Jamás había entendido. Jamás había aprendido de mí, más que el momento de morder mi mano. La calma con la que combatía, la serenidad con la que había respondido a mi acusación, sin negarla en ningún momento, aceptando con descaro su pecado, me indicó que posiblemente su forcejeo con Mademoiselle no había sido la primera vez. De mí dependía que fuera la última.
Nunca había usado con él la estocada a la frente. Ese era mi secreto mejor guardado. Supe entonces que había hecho bien, pero no quise emplearla para eliminar a la alimaña que sonreía ante mi enojo, pues sabía que si se libraba de mí en este duelo sin padrinos su padre y su título siempre lo pondrían a salvo: de mi muerte y de la deshonra que a mí me había achacado.
No le di más cuartel. Lancé una estocada hacia su cara, él retrocedió medio paso y cayó en la trampa. Mi espada se clavó en su muslo. Avancé un paso y la giré, abriendo la herida en canal. Le sujeté la mano armada, la retorcí, lo obligué a soltar la espada mientras mi arma destrozaba los músculos de la pierna. Desenvainé la vizcaína, aunque para ello tuve que dejar la espada clavada en su muslo. La hundí en su bragueta, hasta la empuñadura.
La punta salió por debajo del ombligo. Sujeto a mis dos armas como una mariposa al alfiler, St. Croix boqueó algo, herido de muerte, pero incapaz de comprender que hay errores que no tienen solución. Arranqué la vizcaína de sus partes, la alcé hasta su corazón, se la clavé en la boca.
—De nada te sirvió la lengua —le escupí, la cara pegada a su cara—. Y la lengua en la seducción es la llave que lo abre todo.
Gargajeó, escupiendo dientes. La mandíbula se le quebró cuando insistí en la puñalada, subiendo el golpe hacia su paladar, bajo sus ojos. Cuando retiré la mano, St. Croix soltó un bramido y se desplomó como un saco.
Recogí la espada de su muslo destruido. Me di media vuelta. Una docena de guardias me apuntaba con sus ballestas. Nunca podría abrirme paso entre ellos.
—No era eso —sentencié una vez más. Dejé caer la espada al suelo y me entregué a su justicia. Si no es bueno que un padre vea morir a sus hijos, tampoco es agradable para un maestro ver morir a sus alumnos. Y mucho menos por su mano. Pero yo nunca había querido ser maestro de nadie.
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