El furor de la batalla agranda el corazón y empequeñece la vista. Incapaz de quedarse cruzado de brazos mientras los cuerpos de ejército atacaban y se retiraban, siempre frescos, hurgando las murallas como olas contra un rompiente, Borbón vio cómo los arcabuceros hacían retroceder a sus hombres. Corrió hacia la muralla, ordenando que replicaran al fuego. Tampoco los españoles veían dónde apuntar entre la niebla o la polvareda de las armas. Lucantonio Tomasino, desde la muralla, nos regaba de plomo y muerte. Borbón siguió adelante, ordenando, insistiendo. Del caballo, directamente, se agarró a una escala. Y entonces la sobrevesta blanca se tiñó de rojo y el Condestable se vino al suelo rociando de sangre a cuantos estábamos cerca.
Un disparo de arcabuz le había alcanzado en la ingle. La sangre brotaba como un surtidor de lava incandescente. Entre el metal y la carne, al ver aquel terrible estropicio, todos supimos que estaba herido de muerte.
—¡A Roma! —gritó, con las fuerzas que le quedaban—. ¡A Roma!
Lo levantaron en volandas entre cinco hombres. Lo miré a los ojos. Supe que sabía que no iba a superar esta última herida.
—¡A Roma, Don Juan! —murmuró, expulsando por la boca la sangre que ya no tenía fuerzas para escapar por su herida—. ¡Que nadie sepa que he caído! ¡No todavía!
Monté a caballo mientras él agonizaba. Más tarde me enteré de que aquellos adivinos a los que tan aficionado era le habían profetizado, mucho tiempo antes, que moriría en el asalto de una gran ciudad. Justo es decirlo, por si alguien quiere creer en esas casualidades. No muere ahogado el campesino, sino el marinero. Don Carlos de Borbón sabía que tarde o temprano, en esta ciudad del Papa como en cualquier otra, se cortaría su camino. Es fácil predecir la muerte cuando de ella has hecho el oficio de tu vida.
Entre disparos y explosiones, corrí en busca de un grupo de soldados al que poder sumarme o que quisieran seguirme. Por el sur venía Coloma con ocho mil infantes. Los lansquenetes asediaban la puerta Settimania, los españoles la puerta del Santo Spirito. Repelidas las tropas de Luis Gonzaga desde el Janículo, a mediodía las fuerzas se reorganizaron para atacar de nuevo.
La niebla, en lugar de dispersarse, se había hecho más intensa. Los arcabuceros disparaban a ciegas, contra todo lo que sonara amenazante. Era tan difícil distinguir amigo de enemigo que sólo por los idiomas se guiaban los brazos que regalaban muerte. Un grupo de hombres intentó rebasar una muralla. Al punto los repelieron con pez hirviente, pero una explosión desbarató la defensa: el fuego de los cañones que llegaba desde Sant’Angelo y que no distinguía entre romanos e imperiales.
Reptamos como hormigas sobre las fortificaciones. Tantos caían como rebasaban las murallas. Los defensores se multiplicaban, como si el Papa efectuara con ellos el milagro de los panes y los peces. Pero no podían estar en todas partes a la vez, y los atacantes sólo teníamos que retirarnos de un lienzo de muralla para dejar que soldados de refresco hurgaran en la herida que íbamos abriendo en la piedra. La noticia de la muerte de Borbón no había alcanzado al grueso de ninguno de los ejércitos todavía: de haberse sabido, quién sabe cuál habría sido el resultado del asedio. Confiados en que aún tenían un líder, los imperiales arremetieron con saña. Temerosos de la venganza de ese líder, los defensores se resistían con el afán de ganar tiempo.
Seguí a un grupo de soldados después de darles indicaciones y guiarme a tientas por la muralla. Los disparos se habían perdido en la distancia, pero la excitación del momento no menguaba según pasaban los minutos, sino que se acrecentaba. Pese a la fría niebla, sudaba por dentro. Tenía los nudillos blancos de empuñar cada vez con más fuerza la espada. Yo sabía de matar hombres, pero era la primera vez que lo hacía en batalla. Era una emoción nueva para mí, que vivía de buscar novedades. Un nerviosismo casi adolescente, como el primer beso robado o la caricia al primer pecho: porque entre la muerte a tu alrededor te sabías vivo, y gozabas cada segundo, de cada mota de aire que llegaba a tus pulmones, de cada latido que se agolpaba contra tus entrañas. Era un baile, como el amor lo es. Pero en el amor gozas y no se te la vida en un segundo. Aquí el goce era vivir la vida un segundo más, el reloj de tu cuerpo al límite. Esa es la paradoja del soldado: esquivar la muerte poniendo la vida en juego, como el que en los naipes sabe que perderá la mano, pero insiste en doblar la apuesta.
Atacamos por las puertas del Torrione, llegamos a la del Santo Spirito. Tras el huerto del cardenal Ermellino encontramos la casa que yo recordaba. Entre la muralla, sola, sin defensa. Nos colamos por una portezuela sin que nos detuviera nadie. Avanzamos, los arcabuces cargados. Todavía, nadie.
Y de pronto un enjambre de soldados pontificios nos salió al paso entre la puerta del Torrione y el portón de Lungara. Hubo intercambio de disparos. Los romanos nos superaban ampliamente en número. En aquel pasadizo iba a quedar sellado nuestro destino. Hubo algún enfrentamiento cuerpo a cuerpo, ese momento de duda en que la guerra se convierte en trifulca. Mi espada hurgó en dos cuerpos. Y entonces, desde detrás de las filas enemigas, llegó un grito.
—¡Los enemigos están dentro! ¡Sálvese quien pueda en lugares fuertes y seguros!
Fue quizá el grito cobarde que decidió la batalla, el que cubrió de oprobio a Renzo da Ceri, que no quiso ser héroe en ese día y vivió en la vergüenza durante nueve años hasta que la muerte tuvo piedad de él y se lo llevó haciéndolo caer de un caballo. Nosotros apenas éramos doscientos, ellos nos cuadruplicaban en número. Pero les pudo el miedo. Retrocedieron, despavoridos, mientras los arcabuceros imperiales disparaban contra sus espaldas. El terror se extendió como la pólvora y los defensores abandonaron las murallas, dejando a nuestra suerte la primera defensa de la ciudad.
El brazo me dolía de trinchar hombres. Ni siquiera advertí que tenía dos o tres cortes yo mismo. Me llevé la mano a la boca, pero detuve el gesto cuando vi mis dedos embadurnados de rojo. Todo quedó tranquilo durante un minuto que pareció una eternidad. Respiré hondo. Aquella voz de alarma había intranquilizado a sus hombres para llenar de valor a los nuestros.
Estábamos dentro de Roma, en efecto. Las calles iban a convertirse en ríos de sangre.
Comentarios (0)
Categorías: Literatura