Un entrenador de fútbol (o un guionista de Hollywood, según dice William Goldman) sabe que tarde o temprano va a salir despedido por la puerta. Un vocal del jurado del COAC sabe, igualmente, que sea cual sea la decisión final sólo saldrán satisfechos los grupos ganadores, y que habrá mosqueos, insinuaciones, acusaciones y hasta quizá cosas peores por parte de uno o muchos de los que no ganen. Y es que, como en la película Los Inmortales, sólo puede quedar uno. Es la larga tradición del concurso. Ley de vida.
Lo cual no quiere decir, claro, que uno no se enfrente al trabajo (pues trabajo es, aunque no esté remunerado) con la ilusión de cumplir con su deber, que no es moco de pavo. Ni que, sabiendo la que le espera, no asuma el hecho y haga lo que tiene que hacer de la única manera en que puede hacerlo: bien. Eso, precisamente, que el aficionado a la fiesta por antonomasia de Cádiz no sabe... y, según parece, tampoco alguno de los que se someten al escrutinio de cinco personas en el concurso: cumplir las normas que las propias gentes del carnaval han aceptado y redactado. Y es que, como el coronel aquel que interpretó el gran Jack Nicholson en Algunos hombres buenos, ellos nos han puesto en ese muro. Nos necesitan en ese muro.
Juan José Téllez, elegido presidente del jurado (sin voto pero con voz, sensata siempre, libre siempre, tranquila siempre, admirable siempre) fue capaz de reunir un grupo de hombres y mujeres, once en total, con larga experiencia y trayectoria dentro del carnaval: en el concurso y en la calle y en la prensa. Antifaces de oro, gente que ha hecho el carnaval con la risa como única arma, gente que ha estado al pie del cañón durante décadas, gente que ha revolucionado el carnaval desde dentro y desde fuera una y varias veces. De los diez con voz y voto, yo era el advenedizo: no soy experto en carnaval. Soy aficionado a nivel usuario: no conozco en profundidad los nombres y apodos de los concursantes, no me sé sus pedigrís, apenas tengo la experiencia de muchos años de escuchar por la radio, de seguir por la tele, de haberme reído en la calle, de haberme incluso atrevido a salir tres veces, tiempo ha, en chirigotas callejeras, o de haber escrito varias novelas en gaditano y centrado otra más en el carnaval de Cádiz, eso que se lleva tanto ahora. Comparado con aquellos monstruos, yo no era nadie. Y, sin embargo, puede que fuera en parte el vocal (el jurado, que decimos) ideal, porque no tengo lazos con ningún participante, no se me podía acusar de favoritismos, ni de amiguismos. Yo estaba allí, se me antojó siempre, un poco como alter ego de Juanjo Téllez.
Si alguien creía, o cree todavía, que el jurado es un ente malévolo empeñado en fastidiar a unos y beneficiar a otros por mor de antiguas rencillas o ajustes de cuentas, se equivoca: está creyendo en leyendas urbanas que no existen (la otra gran leyenda urbana, que no viene a cuento y de la que no hablaré, son los pantagruélicos menús: créanme, es mentira). Desde el minuto cero, desde las gélidas reuniones previas (y digo gélidas porque fueron esos días de frío polar) comprendí el acierto de Juanjo Téllez al elegirlos. “Tenemos que ser completamente honestos y transparentes en esto”, dijo uno de ellos. “Nos jugamos nuestro prestigio, porque el año que viene podemos volver a ser concursantes nosotros mismos”, dijo otro.
Y lo fueron, doy fe, en todo momento. Lo fuimos, sigo dando fe, en todo momento. Y me siento enormemente orgulloso de haber compartido carpetas, lápices, pan y queso y mucha cocacola y mucho café, muchos apuros, muchas preocupaciones con todos ellos. Los admiré desde el primer momento, he llegado a quererlos y sé que alguno es ya mi amigo (o mi amiga) de por vida. Se forman lazos fuertes allí arriba, allí dentro. Se aprende como no se aprende en otro sitio. Pesa la responsabilidad. He aprendido a ver el carnaval, el concurso, la vida vista desde el carnaval desde otra perspectiva. Y eso gano, y eso me llevo. Creo que esos nos llevamos todos.
Treinta y una noches allí dentro se dice pronto. Y permítanme ustedes que les cuente cómo funciona esto de ser jurado, que parece que la gente imagina a un grupo de supervillanos reunidos en torno a una mesa y con un gato blanco en el regazo haciendo planes para dominar la galaxia. No hay mayor misterio: cinco personas son las encargadas de juzgar cada modalidad. Somos, por tanto, diez vocales. Más el presidente y el insustituible secretario del jurado, junto con el vocal de palco, que no participan en las votaciones. Trece hombres y mujeres con buena voluntad y mucho sentido de la responsabilidad.
Se trata de velar por las normas del concurso, eso que ahora se llaman “las bases” y que todo el mundo sigue llamando “el reglamento”. Un montón de disposiciones que ni la Constitución de 1978. Sólo que, al contrario que la Constitución de 1978, hemos tenido que estudiarlas de cabo a rabo.
Creo que no exagero si digo que las bases son enormemente lógicas. Están redactadas (y creo que corregidas) una y otra vez, siguiendo un proceso de prueba y error a lo largo de los años que, quizá porque hay cosas que cambian de un concurso para otro, pueden llevar a confusión. Desde casi el principio, mientras leíamos y analizábamos como si estuviéramos preparando unas oposiciones, nos quedó claro una cosa: las bases están hechas para atar muy en corto al jurado. Para evitar salidas de tono, injusticias o como ustedes quieran llamarlo: para que, como la mujer del César, parezcamos honrados además de serlo. Son lógicas, lo que no quieren decir que sean siempre justas. Ni que no haya casos que las bases no contemplen y que sean los que luego causen conflicto.
En la rueda de prensa posterior al concurso, como había prometido y a la que se había comprometido por primera vez en la historia del COAC, Juan José Téllez contó las dificultades que hemos tenido, señalando algún contrasentido y algunas propuestas de mejora que, posiblemente, caerán en saco roto. Pero les cuento aquí cómo funciona todo esto.
Se votan, en cada modalidad, la presentación, los pasodobles, cuplés, tangos, estribillos, popurrí y tipo. Cada uno de esos tipos de coplas lleva una puntuación (sobre un total de 100 puntos), donde cada copla de la modalidad puntúa más que las que no lo son (para entendernos, puntúa más el pasodoble en comparsa que en chirigota, más el cuplé en chirigota que en comparsa). Sólo eso. Nada más. No está recogido que se vote la afinación, la música, la riqueza de la letra. Sólo puntos puros y duros. Para intentar evitar que una agrupación “se escape” desde el primer pase, voluntariamente se decide “capar” el porcentaje: hemos decidido empezar, como otros jurados antes que nosotros, por el 80 % de los 100 puntos y luego ir aumentando. Parece, de entrada, buena idea. Pero tampoco funciona.
El problema, claro, es que el jurado vota a ciegas durante todo el primer pase, las preliminares. Llegas, escuchas sin tener una referencia de lo que puede venir luego, anotas tus puntos en una cartulina, se eliminan (con muy buen criterio) la puntuación más alta y la más baja de las cinco, se introducen los votos en el ordenador, se guardan las cartulinas en un sobre que se lacra con la firma del secretario y el presidente, y se lleva al notario (o se las lleva el notario cuando está presente) que da fe de todo ello y lo archiva y queda fuera del alcance de todo el mundo, como tiene que ser. Se vota en el breve espacio de tiempo que media entre el final de la actuación que acabas de valorar y el final de la que viene luego (que suele ser de otra modalidad): treinta minutos. Y ya no se puede hacer nada más. No se puede alterar la votación. No se pueden hacer trampas. Nunca. Al final de cada eliminatoria se suma y se quedan en la cuneta los que no tienen los puntos mínimos establecidos (sean quienes sean y vengan de donde vengan). Y, si hubiera empate, que no lo hubo, se remite al también muy lógico sistema (o sistemas) de desempate establecidos en las normas (o sea, ya saben, en el reglamento).
No hay más. Y esto, que deberían saberlo los participantes y el público en general, es lo que impide tejemanejes. Es lo que evita, en teoría, que se proyecte la sombra de duda alguna sobre la labor del jurado. Que no se consiga disipar esa duda recelosa y malintencionada quizá tiene que ver con la idiosincrasia típica del gaditano, del carnavalero, o del concurso mismo. El COAC parece ser el único concurso del mundo donde el sospechoso no es quien es juzgado, sino el que juzga. El único concurso del mundo donde se vota sobre la marcha y no existe posibilidad de recular y valorar de nuevo lo ya votado. El único concurso del mundo donde el jurado se somete durante semanas al juicio del aficionado, el fan irredento, y las iras y exabruptos de quienes no han quedado satisfechos con su lugar en la clasificación.
Porque, además, hay un problema grave de percepción entre lo que se vive dentro del Falla y lo que se ve por televisión. El aficionado no tiene la obligación de votar cada copla: una agrupación le gusta o no le gusta, es del Barcelona o del Madrid: su gusto es un gusto en bruto, pasional, no medido ni razonado. El jurado tiene que escucharlo todo y votarlo todo, tiene que intentar ser ecuánime. Y llegar, por medio de las matemáticas, a un consenso. Porque los votos se suman. Y quien más suma, pasa, se clasifica, o gana.
El aficionado (y a veces da la impresión de que también el concursante) parece que cree que el COAC es una especie de Champions League. Y no lo es: es más bien un trofeo Pichichi. El gran hándicap (corregido algunos años y eliminado luego por quienes redactan las mismas bases) es que las puntuaciones se arrastran. Es un concurso de regularidad, como dicen quienes defienden el sistema. Por eso, la gran final es ilusoria. Una agrupación puede hacer un pase magistral en la final y no ganar, porque ya parte en desventaja y los puntos de esa noche se sumarán a los ya obtenidos antes. De ahí vienen luego las acusaciones de cajonazo y todas las sandeces que ustedes quieran. Pero las matemáticas no mienten ni pueden manipularse. Sólo pueden pasar cuatro grupos por modalidad a la Gran Final: el resto tiene que quedarse fuera. Lo explico a mis alumnos con un ejemplo que creo que es acertado: Imaginad que tengo cuatro sobresalientes a final de curso y he de dar dos matrículas de honor. Los cuatro la merecen, pero dos se quedarán sin ella: tengo, entonces, que cotejar media por media de asignatura, de curso incluso. Aunque me gustaría que se llevaran la matrícula todos ellos. No hay ojeriza.
Y mientras estemos con eso, el concurso seguirá en las mismas. ¿Propuestas de mejora? Ya se han comentado en otros medios, ya las pidió el presidente en la rueda de prensa. Intentar que los cuartetos, esa modalidad tan difícil, tenga un estatuto de autonomía especial y no se vea sometido a los cuatro pases de rigor, que imposibilitan ocho sketches de media hora con una calidad mínima.. Que se evite el exceso de metacarnaval o el metaconcurso, los chistes pillados de wassap, el humor a costa de la diferencia física o sexual. Intentar que la fase preliminar, especialmente, no se valore con puntos sino como “apto” o “no apto” para pasar a la siguiente ronda (ya a nivel personal, quizá cada eliminatoria tendría que ser así; una liguilla de la muerte donde se fuerce a mejorar de un pase para otro el repertorio).
Y, sobre todo, que la gran final (esa maratón desproporcionada, agotadora, épica y lírica que impone esfuerzos sobrehumanos a todos los que están participando a un lado u otro de las tablas) sea una muestra inaudita de coplas, sin repetir nada de lo anterior y, más que ninguna otra cosa, que sea un kilómetro cero para todos, una tabula rasa donde se enfrenten, como en la final de la Champions que la gente sigue creyendo que es, los mejores en pie de igualdad, sin acumular los goles de las anteriores fases del campeonato.
Problemas habrá siempre, claro. La votación sin números redundaría, una vez más, en las sospechas sobre el jurado. Pero sospechas habrá siempre, por más que el jurado haya demostrado, otra vez, su honestidad, su entrega y su amor incondicional por la fiesta. Así que sería interesante que ese otro ente en la sombra, el “Patronato” (quizás los verdaderos supervillanos de todo esto) lo tuviera en cuenta.
El carnaval volverá de nuevo el año próximo. En realidad, no se va nunca. Otros hombres y otras mujeres se esforzarán durante meses por cantar y expresar su visión del mundo, para hacernos reír y llorar, emocionarnos en suma. Otro jurado diferente los juzgará. Comenzará de nuevo la rueda.
Por mi parte, ahora que mi percepción de este mundo es distinta, me parecerá un carnaval raro, diferente. Echaré de menos tantas noches de apuro y de decisiones sobre la marcha. Y echaré de menos, sobre todo, a mis compañeros de jurado, desde el severo Manuel Rojas, el secretario, capaz de recitar el reglamento de cabo a rabo sin equivocarse, el relojero que se encarga de que todo se cumpla a rajatabla, a los otros once monstruos que compartieron conmigo este mes: Luis Ripoll y su alegría contagiosa, Nandi Migueles y su sapiencia silenciosa, Ana Barceló y su equilibrada medida de las cosas, Josele del Río y su envidiable buen humor, Adela del Moral y su juvenil ilusión, José Luis Suárez y su admirable capacidad para estar siempre en el centro de toda medida, Koki Sánchez y su contagiosa risa en la mirada (y el miedo a la niña del traje verde que algún día será protagonista de una de mis historias), Mariló Maye y su sabiduría enciclopédica, Andrés Ramírez y su grandeza en cien sentidos, Javi Astorga y su incansable ir y venir escaleras abajo. Los echaré tanto de menos como, lo sé, los echará mi alter ego, el inconmensurable Juan José Téllez. Nunca tantos debimos tanto a un tipo con una catadura humana tan alta como mi hermano Juanjo, a quien jamás podré agradecer lo suficiente la oportunidad que me ha dado para enriquecerme como gaditano y como persona.
Los perros dicen guau, los gatos dicen miau, y nosotros decimos...
¡Viva el carnaval!
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