La salida del circo se diferencia sólo en un par de detalles de la salida de cualquier otro espectáculo. Al contrario que el fútbol o los toros, donde la expresión del público que vuelve a casa está en relación directa con el marcador o el lucimiento en la faena de los diestros, el público del circo, porque es menos exigente, o más ingenuo, o no se juega su orgullo, deja atrás la carpa con una sonrisa de satisfacción. Eso notó Silvia Velázquez en el gesto de los padres, considerada misión cumplida el sacrificio económico hecho por los hijos, y sobre todo en el brillo de los ojos de los niños, que se arrebujaban en los abrigos y las bufandas y no dejaban de reír todavía las gracias de los payasos Emy, Gothy y Cañamón, que sonreían boquiabiertos en los carteles de entrada, y las monerías del chimpaché Mister Charly y las perritas futbolistas de Nellos. La gente desalojaba el local, un circo estable como no había otro circo en el mundo, y se perdía en la noche de enero, de vuelta a la vida normal. Una patrulla de motoristas de la Guardia Civil escoltaba a un enorme coche negro que aceleraba ante el pasmo de los asistentes: algún pez gordo del gobierno acababa de asistir con ellos al espectáculo. Franco, no. A Franco, no le gustaba el circo.
Le costó trabajo reconocerlo. Llevaba a un niño pequeño de la mano, y a una niña en brazos. Era la cabeza de la niña, apoyada contra la cara, lo que le impidió identificarlo a primera vista. Un tercer niño, algo más mayor que los otros dos, sujetaba la mano del niño más pequeño, formando una cadena con el padre: Alberto. Silvia esperó a que cambiara el semáforo y entonces cruzó la calle para abordarlo.
––¡El mejor de todos era Cañamón! –gritaba el niño más pequeño, indicando con la cabeza la efigie de chapa del payaso que colgaba sobre el arco de entrada––. ¡Ese! ¡Ese es el mío! Papá, ¿verdad que Cañamón era el más gracioso de los tres?
––Pues claro.
––¿Ves como sí?
––Pero los tres tenían gracia.
––Yo quiero un perrito futbolista –dijo la niña, melosa––. ¿Me traerán los reyes un perrito?
––Para perritos estamos, hija. Además, a mí a quien me ha gustado más es Gitta Morelly, la contorsionista. ¿Verdad, Pablo? Era guapa, ¿eh?
El niño mayor sonrió con picardía, como si fuera capaz de entender un asunto solo de hombres, un secreto en el que todavía no podía entrar el hermano pequeño, ni mucho menos su melliza. Alberto se detuvo en la acera, el tiempo suficiente para recordar a Juanito que no se soltara, y entonces vio acercarse a Silvia.
––¿Y tú qué haces aquí? –preguntó, advirtiendo por el rabillo del ojo que los tres niños miraban con curiosidad a la muchacha.
––Sabía que ibas a venir al circo. Llamé a tu casa y tu mujer me confirmó la hora. Hasta me dio los números de las localidades.
––Ya. A última hora decidió quedarse en casa –contestó Alberto, evasivo––. Pero repito la pregunta: ¿qué haces aquí?
Silvia miró a los tres niños. Vaciló un instante.
––Me temo que la cosa se haya complicado. ¿Dónde podemos hablar?
––Íbamos a tomar unas porras con chocolate allí a aquella cafetería de la esquina. Aprovechemos que ahora el semáforo en verde. Se me está durmiendo el brazo de cargar con la niña.
Cruzaron a la carrera, entre risas de los niños y el pitido impaciente del taxi que tuvo que esperar a que terminaran de pasar. La cafetería estaba a rebosar, gente que salía del circo Price con la misma idea que ellos, pero tuvieron suerte y encontraron pronto una mesa libre. Ayudó un poco que Alberto fuera más rápido que la pareja de jóvenes que esperaba antes que ellos.
Los niños no dejaron de alborotar hasta que el camarero, un hombre mayor y canoso, vestido impecablemente con su chaquetilla blanca y su pajarita negra, les tomó nota. Chocolate con churros para ellos, un café con leche para Silvia, un café solo para Alberto. En compañía de los críos, Alberto era consciente de que tendría que pasarse sin la copita de Soberano que le ayudaba a espantar todo tipo de fríos. Durante la espera, Alberto presentó a los niños a Silvia: Pablito, el mayor, y los mellizos Juan y Clara. Los niños la miraron con descaro y curiosidad, pero les llamaba más la atención la brillante cafetera Victoria Arduino, de latón y bronce, que emitía todo tipo de sonidos y tenía más palancas y contadores que una locomotora.
Mientras los niños devoraban los churros y señalaban las bolas de navidad y la nieve falsa que decoraba el interior del escaparate, Alberto se sacó del abrigo tres tebeos apaisados: uno de Roberto Alcázar y Pedrín, otro de El Capitán Trueno, para los dos niños, y otro de Azucena para la pequeña.
––Dice que no sabe si ser periodista o princesa –se excusó, señalando el tebeo de hadas romántico––. Espero que para cuando sea mayor se le hayan quitado de la cabeza las dos cosas. Cuéntame.
––Fuimos al… lugar de autos. Como habíamos convenido. Hoy a mediodía. Juanito y yo.
––Ese Juanito es Libélula, ¿verdad, papá? ––interrumpió la niña––. Dile que me tiene que hacer las fotos que me prometió.
––Ya se lo recordaré. Ahora calla y lee.
––Conseguimos camelar al portero y entramos en el piso de al lado. Ya sabes, para maquillar la noticia.
––En eso habíamos quedado, sí. ¿Y qué más?
––Pues que encontramos un… un “inquilino” inesperado en esa otra casa.
Alberto, incómodo, alzó una ceja.
––¿Un inquilino?
––Digamos que de un árbol de navidad colgaba una bola pelada… sólo que no había ningún árbol.
Alberto reaccionó con rapidez. Se puso en pie.
––Este café está frío. Voy a pedir que me lo recalienten. ¿Queréis más churros, niños?
El aplauso de los tres chiquillos fue unánime.
––Voy a pedirlos directamente en la barra. Así tardaremos menos. ¿Tu café está también tibio, Silvia?
––No como a mí me gusta. Te acompaño.
En la barra circular, a salvo de los oídos curiosos de los tres críos, entre el estrépito de los platos, el burbujeo del aceite donde se freían los churros y los alaridos de la máquina de café expresso, Silvia pudo contar con más detalle lo sucedido.
––El piso estaba precintado por la policía, como ya esperábamos. Averiguamos el nombre del chico muerto. Estudiante, según parece. Nada dado a los escándalos. O, al menos, discreto. Cuando convencimos al portero para tomar fotos de la otra habitación para hacer un montaje y colarlo como si fuera el de verdad, nos encontramos con un tipo ahorcado.
––Joder. Y luego la policía querrá colgarse medallas.
––Hay más, espera: los dos pisos están comunicados.
––¿Como las bibliotecas de los folletines de misterio? –bromeó Alberto mientras encendía un cigarrillo y pedía a un camarero joven una nueva ración de churros.
––No vi ningún libro en ninguno de los dos pisos. La puerta solo se podía abrir desde un lado, y en la habitación de José Luis…
––¿José Luis?
––Así se llama el chico asesinado. José Luis Cascales. El segundo apellido es más dudoso.
––Habrá que investigarlo. Sigue.
––En la habitación de José Luis no se nota que las dos casas están conectadas. Lo disimula el papel pintado.
––O sea, que tenían montado el lugar ideal para tener citas discretas, ¿no?
––No tan discretas, si ponían la radio a todo volumen.
––Pasión española, no importa el sexo, en cualquier caso. Cada uno entra por una puerta, y luego pinto pinto gorgorito, en tu cama o en la mía… Lo tenía bien montado el tal José Luis, qué cabrón. Una pena que al final algún cliente le saliera rana.
––¿Estás seguro de que sería un cliente?
––Estoy dispuesto a escuchar cualquier elucubración por tu parte, patito. Eres tú quien sueña con ser Agatha Christie.
––¿Recuerdas las marcas que vimos en el respaldo de la silla? ¿Las losas rotas del suelo?
––¿Ese detalle que saltaba a la vista y que por tu imprudencia consiguió que Ceballos nos pusiera de patitas en la calle? Lo recuerdo. Como para olvidarlo.
––Creo que a este otro cadáver, al ahorcado, lo ataron a esa silla y luego lo obligaron a presenciar cómo torturaban al muchacho.
––Ya sé que es mucha coincidencia encontrarse a dos fiambres en dos casas al mismo tiempo, ¿pero algún detalle más de esos que luego sirven para rellenar páginas y páginas en las novelas de misterio? Te advierto que el asesino no siempre es el mayordomo. Ni el portero.
––El chaval estaba atado a la cama con alambres.
––Y ensartado como un pollo de esos con los que sueña Carpanta. Sigue.
––El ahorcado tenía las manos atadas a la espalda con alambre también. Y los pantalones bajados. Creo que quien mató al chico luego arrastró al hombre al otro cuarto y lo ahorcó.
––O lo ahorcaron. Para asesinar a dos personas, y sobre todo para izar a otra hasta el techo hace falta una fuerza descomunal. O más de un hombre.
––Eso pensamos, sí. La cosa pinta sórdida.
––Y tanto. Joder, ya estoy viendo los titulares. Si nos dejaran publicarlos, claro. ¿Y por qué no? Es un barrio del extrarradio. Todo son putas y gente recién llegada del pueblo, todavía con el pelo de la dehesa y los trabucos del abuelo bandolero. La España negra. Esas cosas pasan. Un chapero descarriado, quien mal anda mal acaba… Sí, le podríamos dar un tono moralista y lo mismo se la colamos a la censura. El chaval era rubito, podemos decir que se sospecha que era extranjero. Americano.
––Hay un problema.
––Me lo temía.
––El tipo que colgaba… el segundo muerto. Dice Libélula que la ropa era de paño bueno. De sastre caro.
––No me jodas.
––Llevaba puesto un anillo de oro. De los que cuestan muchos duros.
––No nos va a valer entonces la excusa de un crimen lumpen, mierda. Bueno, los ricos también matan. Ahí tienes a Jarabo. ¿Sacasteis fotos?
––Libélula no perdió detalle.
––¿Y os dio mucho la lata la madán?
––Cuatro horas y pico declarando. Y sin que hubiéramos almorzado. Menos mal que nos vieron la cara de inocentes y no nos han hecho pasar la noche en el calabozo.
––¿No os quitaron las fotos? A Ceballos no se le escapa una, y como te pille entre ojos…
––Tu amigo Ceballos se encargó de abrirle las dos cámaras a Libélula y allí mismo le veló los dos carretes.
––Suerte tuvo de que no se las rompiera. En el fondo, les habéis hecho quedar como tontos. Sigue así, patito. Te auguro un paso muy fugaz por el periodismo de sucesos. No puedes escribir con la pasma en contra.
––Libélula fue más listo que ellos y consiguió salvar los carretes. Les dio el cambiazo.
––No me digas. ¿Y qué hizo con los verdaderos?
––Los escondí yo.
––No me puedo imaginar dónde.
––Pues no imagines. Ahora estará revelando las fotos. Lo mismo alguna sirve para ser publicada. Unas tiras negras que tapen lo más fuerte… pintarle un pantalón encima de las piernas desnudas… vosotros sabréis más que yo de esas cosas.
––Joder –suspiró Alberto, aplastando el cigarrillo a medio fumar y recogiendo la taza de café hirviendo y el nuevo plato de churros––. Con lo sencillo que es un robo con escalo, un atraco a mano armada, una riña de familias enfrentadas… Esas cosas se publican sin problemas. Historias de mariposones y torturas… Nos va a costar la misma vida llevar este caso adelante. Y a Ceballos no le va a hacer puñetera la gracia que publiquemos unas fotos que cree que ha destruido. En fin, se hará lo que se pueda. Esa es la sal de este negocio. Y ahora chitón, que los niños están al quite y saben más que los ratones coloraos. El lunes en la redacción nos vemos. Dile a Libélula que lleve las fotos, a ver qué le parece todo el asunto al Ogro. ¿Qué hora es? Solo, puedo llegar a casa a la hora que me dé la gana. Pero como me retrase con los niños, mi mujer me deja tieso en la misma puerta. Y no tengo ganas de que tu primer artículo publicado en El Caso sea mi responso, patito. Todavía tengo que terminar de pagar las trampas de la lavadora y el frigorífico.
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