Dieron dos vueltas con la Vespa para comprobar que la madán ya no estaba controlando el edificio. Primero, los dos, con Silvia montada detrás, la cabeza cubierta por un pañuelo rojo. Luego, Juanito Arroyo solo, diez o doce minutos más tarde, un muchacho como cualquier otro que sorteaba las calles medio vacías de aquella mañana de sábado, mientras ella lo esperaba tomando un café en un bar cercano. Hacía frío, pero ya no llovía. El barrio secaba los charcos al sol de enero, los niños jugaban con los perros soñando con los regalos imposibles que no tendrían dos noches más tarde, y el ambiente volvía a la normalidad: tras las euforias del inicio del año, el estupor resignado de comprender que nada iba a cambiar, ni lo haría nunca.
El crimen sin duda había sido ya la comidilla de Carabanchel Alto, pero apenas había arañado dos recuadros en el ABC y el Madrid, naturalmente sin los detalles escabrosos; sólo aparecería en primera plana cuando los especialistas en sucesos le metieran mano, o sea, ellos mismos. Y sólo si conseguían levantar las suficientes expectativas para seguir la noticia en paralelo a la investigación de la policía.
Dejaron la moto aparcada casi en el mismo sitio donde Libélula había esperado la otra noche. Ahora el cine estaba cerrado, pero la frutería permanecía abierta, pese al cartel de “Se traspasa”, y en la puerta charlaban algunas mujeres cargadas con los cestos de la compra. El mancebo de la zapatería veía pasar la vida, envidiando a los niños que envidiaban su sueldo de pocas pesetas pero podían ser libres jugando al fútbol con una pelota de trapo.
Entraron en el portal. De inmediato, cuando apenas habían dado dos pasos cegados para intentar orientarse, una cabeza asomó en el cubículo que ocupaba el ancho del primer tramo de escalera.
––¿Desean ustedes algo? ¿A quién buscan?
Era un hombre viejo y casi sin pelo, con unas gafas de montura de hierro y un cristal oscurecido que le ocultaba poco un ojo tuerto. Muy delgado, en su cara chupada asomaba un rastro de barba blanca imposible de apurar entre tantas arrugas. Debía tener unos sesenta años pero aparentaba al menos ochenta. Inmediatamente Juanito y Silvia identificaron al portero de la finca.
––Buenos días. A usted mismo veníamos buscando.
El anciano salió por la puerta y la entornó con cuidado, como temiendo dejar a la vista los tesoros que pudiera haber en su casa. Miró a Silvia, que se acababa de quitar el pañuelo de la cabeza y lucía su brillante cabellera rubia, y se fijó en Libélula el tiempo justo para comprender quiénes eran por las dos máquinas de fotos que llevaba al hombro, la Kodak Retinette y la Rolleiflex de dos objetivos.
––Pues ustedes dirán.
––Somos periodistas de El Caso y estamos haciendo un reportaje sobre lo que sucedió aquí la otra noche –respondió Silvia.
––No les digas nada, no nos vayamos a meter en más jaleos –dijo una voz detrás del hombre, y la puerta se abrió y reveló a una anciana gruesa y encogida que se cubría los hombros con un chal de lana gris.
––Lo que tenía que decir se lo dije ya a la policía –contestó el portero, sin dejar de mirar con su ojo único primero a Silvia y luego a las cámaras.
––No lo ponemos en duda, caballero. Como buen español que no tiene nada que temer gracias al sereno timonel que nos guía a todos y que sea por muchos años, es su deber colaborar con las fuerzas del orden, igual que es el nuestro contar lo que ha pasado –dijo Libélula, casi de corrido. Silvia, sorprendida, abrió mucho los ojos y entonces se dio cuenta del tatuaje azul que marcaba el antebrazo del portero, las palabras Por Dios, la Patria y el Rey desleídas en los arrugas de la carne ya enjuta. Como periodista veterano, Libélula había captado el detalle a la primera.
––Poco hay que decir. Ya lo vieron ustedes la otra noche. Han matado a ese chico y…
––Precisamente a eso nos referimos –lo interrumpió Silvia––. Terrible, un asesinato espantoso. Por eso queremos hablar con la gente que lo conoció en vida. Es lo único que podemos hacer ya por esa criatura. Puede que las circunstancias de su muerte hayan sido turbias, pero nadie merece morir sin que se sepa cómo era.
––Todos tenemos cosas buenas –apuntó Libélula, acariciando la funda de la Rolleiflex.
––¡Era un sinvergüenza y lo ha castigado Dios por sus fechorías! –escupió la anciana, y se dio media vuelta y volvió a entrar en la pequeña vivienda. La puerta se quedó abierta. El portero vaciló, dio un paso hacia atrás, y Libélula aprovechó para descolgarse la cámara del hombro y avanzar hacia el interior de la casa.
––¿Podría sacar una foto del patio?
El anciano se volvió de nuevo hacia su esposa. Bamboleándose de un lado a otro, como si tuviera problemas en las piernas debido al peso, la mujer se sentó tras una mesa camilla y se cubrió con el cobertor del brasero. Se encogió de hombros, gesto que Libélula interpretó como permiso para sacar la cámara de la funda y prepararla.
––¿Lleva película? –preguntó el anciano.
Juanito Arroyo abrió mucho los ojos, como si no comprendiera que la vejez, o la estupidez, juegan a veces esas malas pasadas a la gente cuando no saben cómo rellenar los segundos de incomodidad.
––¡Pues claro! ¿Tiene la bondad de indicarme el camino?
––Por aquí.
El portero los condujo hacia una puertecita junto a la cocina. Mientras lo seguían, Silvia no pudo dejar de echar una mirada curiosa a la casa: la mesa espartana, la jaula con los dos canarios nerviosos, el sofá gastado, el cuadro con la Santa Cena en alpaca y, al otro lado, una foto de un hombre con la boina roja de requeté, el borlón y la cruz de Borgoña de los tercios. Costaba reconocer a aquel hombre delgado en este anciano definitivamente flaco.
Libélula hizo el paripé de tomar dos o tres fotos del patio, gastando película y un par de flashes. Miró a Silvia y ella captó en seguida la indirecta.
––¿Quiere usted ponerse conmigo para una foto? –dijo ella, sonriendo––. Eso nos servirá para ilustrar el artículo.
––¿Me sacarían ustedes en El Caso?
––¡Por supuesto! De la mejor manera posible. O sea, vivo –contestó Libélula, haciendo un gesto con la mano––. Si quiere, lo citaremos por su nombre y todo.
El portero posó con Silvia, sin saber mirar muy bien a la cámara que le escudriñaba.
––¿Y esto saldrá cuándo?
––La próxima semana ya, claro –contestó Libélula––. ¿Es posible que pudiéramos sacar alguna foto… ya sabe, del piso de autos?
Los dos ancianos compartieron una mirada.
––No, no –titubeó el hombre––. No puede ser. La policía lo ha precintado.
––Claro –asintió Libélula, haciendo un mohín como si hubiera preguntado la tontería más grande del mundo––. ¿Pero cree usted que el vecino de abajo o el de arriba nos dejarían hacer alguna foto? Imagino que la distribución de los pisos no será muy distinta, y los lectores no tienen por qué saberlo y a la policía no le importará.
––No, no, no, No quiero molestar a ningún vecino. Menudos son. No se pueden ustedes imaginar la lata que han dado… quiero decir, que los interrogatorios de la policía nos tuvieron entretenidos ayer todo el día. Una y otra vez. Ya están todos bastante alterados, y de todas formas en el piso de abajo no vive nadie y está vacío, sin muebles, desde que desahuciaron a la Remedios cuando la Brigada Político Social se llevó preso a su marido por rojo allá por el verano. Ella tuvo que volverse al pueblo con lo puesto, y no creo que le interese a usted sacar fotos a unas paredes vacías llenas de telarañas.
––No, más bien no.
––La casa de al lado también está vacía.
––Vaya por Dios.
––Pero esa sí tiene muebles. Quiero decir que está alquilada a un señor de Alicante que sólo ha venido por aquí un par de veces. Es casi igual que el piso de José Luis, pero al revés.
––¿José Luis?
––El muchacho.
––El finado.
––Ese mismo. Muy fino. José Luis Cascales, se llamaba. Cascales Pavón, creo. O Cascales Chacón, tendría que mirarlo.
––¿Y dice usted que el piso está… al revés?
––Sí, que donde hay una ventana a la derecha allí está a la izquierda, no sé si me explico.
––Quiere usted decir simétrico, como en un espejo.
––Eso mismo. Siamétrico.
––Ah, pues la verdad es que nos vendría de perlas, ¿sabe usted? Si pudiéramos entrar ahí, saco dos placas, y luego se gira el negativo y arreglado. Ya retoco yo en la cámara oscura un par de detalles para que el señor de Alicante no se ofenda si llega a verlo. Pero claro, sin llaves, no es plan de echar la puerta abajo.
El portero exhibió entonces, orgulloso, un manojo de llaves atadas con un trozo de cable eléctrico.
––Las llaves las tengo yo, pero no sé…
––¡No te metas en líos, Juan, que te lo estoy diciendo! –tronó la vieja desde su mesa camilla.
––¿Se llama usted Juan? ¡Qué casualidad, yo también! Juanito Arroyo, qué cabeza la mía. Ni siquiera nos hemos presentado. Ella es Silvia Velázquez. Está empezando, ¿sabe usted? ¿A que es monísima? Yo de ella me dedicaba al cine y no a la prensa.
––Juan Urrutia –dijo el hombre, estrechando a destiempo la mano extendida––. Mi señora, Catalina. No siempre está de tan mal humor, pero con todo este jaleo la pobre no hace de cuerpo y…
––Me hago cargo, me hago cargo. Volviendo al tema, amigo Juan. ¿Podría usted abrirnos la puerta de ese otro piso? ¿El piso simétrico?
Sin esperar a que el anciano decidiera en su pugna particular contra su esposa y su vanidad, Silvia echó mano al bolso y sacó dos billetes de cien pesetas.
––Tome usted. Para que se convide. Es lo justo. Si a nosotros nos van a pagar por este trabajo, es de ley que usted se lleve algo.
La vieja se irguió desde la mesa camilla. Juan Urrutia cogió los billetes y echó a andar. Silvia y Juanito lo siguieron.
––¿Es verdad lo que ha dicho su señora? ¿Qué ese muchacho, José Luis, llevaba una mala vida? ¿Así a la vista de todos?
El portero se encogió de hombros.
––Eso parece. Yo nunca he visto nada. Bueno, algo sí, pero no está bien hablar mal de los muertos. Era un muchacho correcto, ya se lo dije a la policía. Estudiante, creo. Por lo menos siempre llevaba libros bajo el brazo. Muy guapete, chulángano. Ya que habla usted de cine, se daba cierto aire al chaval ese que hace ahora películas. Al jovencito que es hermano de Amparito Rivelles.
––¿Al de “Jeromín”?
––No, ese es Jaime Blanch ––intervino Silvia.
––Vimos una película suya hace unos meses en el cine de ahí al lado. “Quince bajo la lona”.
––Larrañaga. Carlitos Larrañaga. Monísimo –dijo Libélula, y de inmediato se contuvo.
––Ese mismo. De vez en cuando es verdad que se le veía con hombres desconocidos, gente mayor que él. Llegaban de noche y salían a la noche siguiente, sin llamar mucho la atención. La única pega era que a veces ponían la radio muy alta. Como la otra noche. Pero bueno, tampoco nada del otro jueves. Igual que cuando por la tarde uno quiere dormir la siesta y la del tercero izquierda pone las novelas de Sautier Casaseca a todo volumen. Uno sube, da unos golpecitos a la puerta, y se les pide silencio. Más rápido hacía silencio José Luis que la del tercero izquierda, por cierto.
––Menos la otra noche –dijo Silvia––. Cuando debió suceder el asesinato, ¿no?
––Yo estaba en casa de mi hija, tomando las uvas, y no volvimos hasta por la mañana, a eso de las once. Creo que casi todos los vecinos estaban fuera esa noche. Somos gente mayor y es el día en que los hijos nos sacan de casa, aunque bien que vienen a apalancarse todos aquí la Nochebuena. Nos metimos en la cama, pero fue imposible conciliar el sueño.
––La radio que sonaba.
––La radio, sí. Me avisaron los del cuarto, que llevaban sin pegar ojo toda la noche. Mentira, porque llegaron más tarde que nosotros, y en qué estado no llegarían que hasta vomitaron en el rellano. Mi Catalina tuvo que ponerse a recogerlo todo antes de que llegara la policía, con lo mal que tiene la pobra las piernas. Subí a llamar a la puerta… y me encontré con que la puerta estaba abierta. El resto… bueno, el resto ya lo imaginan. Bajé corriendo al bar de la esquina, que por suerte estaba abierto porque no cierra nunca, y llamé a la policía.
––Hizo usted bien.
––Y no toqué nada, oiga. Me acordé de que lo dicen así en el cine.
––Para que luego digan que no se aprende nada de las películas. Sin duda la policía se lo habrá agradecido.
Llegaron al rellano. La habitación donde había tenido lugar el asesinato estaba, en efecto, precintada: dos candados atornillados zafiamente a la puerta, y un cartel pegado con cinta adhesiva que advertía que por orden judicial allí no podía entrar nadie. Ni ganas. Silvia contuvo un estremecimiento al recordar el cadáver de aquel muchacho. El portero pasó de largo y se detuvo en la puerta de al lado.
––Éste es el piso que les decía, ¿ven? Pared con pared.
Rebuscó entre el manojo de llaves hasta da con la necesaria. Libélula preparó la cámara, lamentando que fuera el segundo piso: de haber sido un primero, quizá se habría atrevido de saltar de ventana a ventana hasta el lugar del crimen. Todo por una buena foto en primera plana y la paguita extra que El Ogro solía darle si las fotos ayudaban como reclamo para la venta del semanario.
Con dos giros certeros, la cerradura abrió la puerta. El anciano empujó la hoja y antes de tantear en la pared en busca del interruptor de cerámica un olor fuerte y rancio escapó de la habitación. Los tres arrugaron el gesto.
––¡Dios bendito! ¿Hay algún gato muerto ahí dentro?
La lámpara amarillenta reveló que, en efecto, la habitación era gemela de la de al lado. El mismo espacio pequeño y aprovechado al máximo, la ventana en el sitio contrario, la cocina y el fregadero a mano izquierda en vez de a mano derecha. También había una cama, no tan aparatosa como en la casa de al lado, pero no había ningún muchacho desnudo empalado en ella.
La excepción que rompía el paralelismo con el otro cuarto y a la vez lo redoblaba era el hombre que colgaba de una de las vigas del techo.
Libélula contuvo un gritito de susto. El portero, Juan Urrutia, se quedó boquiabierto, como si acabara de descubrir que había sido la víctima de una broma de mal gusto. Silvia, todavía con el pañuelo rojo en la mano, sólo pudo cubrirse la nariz ante el olor a descomposición que ya empezaba a inundar todo el cuarto.
––¡Nuestra Señora de Begoña! ¿Pero qué es esto? ¿Qué es esto?
Se volvió hacia los dos periodistas. Ahora, más que nunca, los vio como dos intrusos que habían venido a alterar la tranquilidad de la finca que controlaba. Pero al ver la cara de sorpresa de los dos no pudo sino tartamudear él mismo:
––¡Te-tengo que a-avisar a la p-policía!
Salió al pasillo y echó a correr escaleras abajo, en busca del bar de la esquina y su teléfono. Tontamente, Libélula se preguntó si tendría encima dinero suelto para comprar las fichas. Entonces el profesional que había en él se hizo cargo y con dos movimientos certeros montó las bombillas del flash y se acercó al ahorcado.
––¡Controla si viene alguien, Silvia! ¡Yo me encargo!
Libélula disparó foto tras foto, cambiando las bombillas, los ángulos, tomando planos detalle del hombre, de su rostro lívido. Desobedeciendo su orden, Silvia se acercó a mirar. Las pequeñas explosiones de los flashes resonaban como martillazos en el cuarto pestilente.
El muerto era un hombre de unos cincuenta años, fondón, con una barriga abultada. Colgaba de una cuerda de cáñamo gruesa, atada con un doble nudo corredizo a la viga madre que cruzaba el techo. Estaba desnudo de cintura para abajo, con los pantalones enganchados todavía en los talones. Le faltaba un zapato. Su rostro mostraba todavía las secuelas del miedo, incluso en la muerte: los ojos desorbitados e hinchados, la lengua fuera, el rastro cárdeno de los golpes que lo habían sometido antes de que lo izaran a éste su antepenúltimo lugar de descanso. Un detalle incongruente, en medio del desastre en que habían convertido su cuerpo, era el corte de pelo a navaja, todavía ordenado y escrupuloso. Tenía las manos atadas a la espalda. Con alambre. Silvia supo en ese momento que era el mismo alambre que había atado al muchacho a la cama de al lado.
Mientras le enfocaba las manos y manipulaba el objetivo de la cámara, Libélula se detuvo. Tardó un segundo en decidir si tomaba una nueva foto o no. Entonces, encogiéndose de hombros, la hizo. Silvia se fijó en lo que miraba. Entre los dedos rotos del cadáver asomaba un brillo amarillo, un grueso sello de oro. Asintió. Alberto García tenía razón: había leído demasiadas novelas policiacas, pero la presencia de aquel valioso anillo en la mano del hombre indicaba que el móvil del crimen no había sido el robo.
La mirada avezada de Juanito Arroyo advirtió la llave antes de que lo hiciera la curiosa Silvia. En la pared de la derecha había una cerradura donde asomaba una llave puesta, pero no se veía ninguna puerta.
––No vayas a tocar nada –dijo Libélula, mientras enroscaba una nueva bombilla para el flash.
Silvia alzó una mano enguantada y, sin hacerle caso, se acercó a la llave. La giró, sin encomendarse a Dios ni al diablo, y la puerta camuflada en el papel pintado se abrió unos centímetros, hasta chocar con algo que impedía que lo hiciera por completo. El estrecho espacio que quedaba, sin embargo, le permitió colarse por el hueco.
La puerta que comunicaba las dos viviendas topaba con el armario del otro lado. Empujando un poco, Silvia logró asomar la cabeza. Era, en efecto, la habitación del crimen. Del otro crimen, se dijo. Ya habían levantado el cadáver del muchacho, pero la costra de sangre seguía ensuciando la cama y la mesilla de noche. La silla solitaria seguía ocupando el mismo sitio.
Dejó el sitio libre para Libélula. Sin atreverse a entrar del todo en la otra habitación, el fotógrafo alargó la mano y disparó un par de fotos al azar, sabiendo que su pericia le permitiría captar los detalles que habían venido a buscar antes de que el caso se les duplicara.
––¿Qué están haciendo ustedes? –chilló una voz cascada, antes de que el grito se convirtiera en un gallo sofocado cuando el ahorcado giró sobre sus talones, dada la corriente de aire que se había abierto.
Era Catalina, la mujer del portero, que a pesar del estado de sus piernas había subido a ver qué pasaba mientras su marido corría a avisar a la policía.
––¡No toquen nada! ¡Ay, por Dios, qué disgusto, qué disgusto más grande! ¡Márchense de aquí antes de que acabemos todos en el cuartelillo!
Libélula regresó a la habitación. Dudó un momento, pero dejó la puerta interior entreabierta.
––Tranquilícese, señora. Ahora mismito nos vamos. No se preocupe usted, que la acompañaremos abajo mientras su marido regresa, y todos esperaremos juntos a que llegue la policía.
La mujer, sin dejar de mirar al cadáver, se arrebujó en su chal y se dio media vuelta. Empezó a bajar las escaleras. Por si los gritos alertaban a los vecinos, haciendo gala de una extraña conciencia cívica, Libélula cerró la puerta del nuevo piso. Se entretuvo un segundo en el rellano.
––Mierda, mierda, mierda –murmuró entre dientes, mientras sacaba los rollos de película de la cámara––. Menudo lío. Y Albertito tan pancho en su casa. Joder, como a la policía le dé por ponerse farruca, nos va a dar el santolio haciendo declaraciones.
––¿Quién iba a pensar que…? –Silvia, a falta de hacer otra cosa, se metió el pañuelo rojo en el bolsillo del abrigo––. ¿Qué habrá pasado aquí?
––Ya ves. Espero que el portero no tenga más llaves de otros pisos, no vaya a ser que esto sea una plaga. Toma, ten, coge esto.
Le tendió tres carretes. Silvia los miró, sin entender lo que quería decir.
––Escóndelos. Vamos, niña, que no tenemos todo el día
––¿Qué los esconda? ¿Pero dónde? ¿Y para qué?
––Porque lo primero que van a hacer los polis cuando lleguen va a ser velarme los carretes, o requisarme las cámaras. Mierda, y hoy traigo las dos, nada menos.
Con la misma precisión de movimientos, cargó otros dos carretes.
––Las fotos del santo de mi Rosita… me va a matar cuando se entere de que se han estropeado todas.
––¿Rosita…? ¿Pero quién…?
––Mi novia. Bueno, la chica con la que mi madre quisiera casarme. Muy guapa, ella. Pelín ciega. ¿Pero qué haces? ¡Esconde los carretes que ya tienen que estar al llegar!
––¿Y dónde quieres que los esconda?
––Eres una señorita, Silvia. En el sostén, por Dios. Ahí no te van a mirar, aunque ya quisieran.
Con rapidez, Silvia se volvió, se abrió los botones de la blusa y metió cada uno de los carretes en una de las copas de su sujetador. Notó el frío de la película contra sus pechos.
––Ya está –dijo mientras volvía a abrocharse la blusa y se cerraba el abrigo.
––Pues vamos bajando. Contaremos la verdad, ¿de acuerdo? Vinimos a hacer fotos y a entrevistar a los vecinos y nos hemos encontrado con este marrón. Ni más ni menos. Por la cuenta que les trae, más vale que no se pongan gallitos, porque ahí tienes lo bien que habían registrado el lugar.
––La puerta entre las habitaciones está bien camuflada. No se notaba nada desde el otro lado. Al menos yo no me di cuenta de nada.
––Ni tú ni la BIC. Jolines, aquí van a rodar cabezas. El Ogro se va a coger un cabreo de no te menees.
––¿Por qué? Si no nos quitan las fotos…
––¿Las fotos? Más valdría que tirara las películas a un pozo y así me ahorro el gasto del revelado. No nos van a dejar publicarlas ni hartos de vino, niña. Cuando el muerto era un chapero que no importaba a nadie, lo mismo podría haber colado: Alberto es un maestro diciendo lo que no se puede decir. No sé si tira de diccionario o es mejor escritor de lo que le gusta pensar. Pero ahora… ¿Te fijaste en las manos del ahorcado? ¿Viste el anillo? ¿Lo viste bien?
––Era un sello, me pareció. Un sello como hay tantos otros.
––Un sello, sí. Pero no un sello cualquiera, Silvia. No un sello cualquiera. Ese anillo cuesta un dineral. Ahí no se han cargado a un mindundi. Era un pez gordo. Y los pecados de los peces gordos no salen en la prensa.

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Comentarios

1
De: José Luis Lafuente Fecha: 2016-03-11 18:52

Este era un pecio que hubiera merecido llegar a buen puerto. Qué lastima que no lo hiciera, porque me tiene enganchadito con este relato por entregas. Es curioso que se trate de una historia escrita a cuatro manos, porque el estilo literario es 100% Rafael Marín.

Si no es demasiada indiscreción preguntar, ¿por qué lo dejaron?

Saludos.



2
De: RM Fecha: 2016-03-12 00:18

Lo explicaré cuando llegue al último capítulo escrito