Había dudado qué vestido ponerse. Como Cenicienta, escapó pronto de la fiesta de la noche anterior, aunque no al filo de la medianoche, sino algo más tarde, justo en el momento en que el alcohol y la madrugada convertían en hombres-lobo a los caballeros de azul. Había llegado temprano a casa, agotada, hastiada, tan helada por dentro como por fuera y convencida una vez más de que no había tanta diferencia entre la alta sociedad que describía en sus columnas y ese otro mundo negro y miserable que la atraía como una llama encendida. Recordaba otros momentos, años atrás, cuando apenas era una niña recién puesta de largo, en que no era extraño que las copas de los cócteles se estrellaran contra los rostros y la educación saltara hecha trizas y a los insultos broncos y los ojos inyectados en sangre siguieran juramentos a la hombría y el honor. En una ocasión, un 12 de octubre, hasta una pistola cantó al aire, aunque sólo alcanzó el techo y descalichó la vergüenza de la anfitriona, que escapó a Biarritz y no volvió a abrir su casa de verano en Estoril a la mitad de los invitados de aquella noche. Por eso, impulsada por un sexto sentido, hallándose fuera de sitio aunque aquel hubiera sido su sitio desde siempre, Silvia Velázquez se metió pronto en la cama, sola y sobria. Le importaba un ardite que fuera Nochevieja. Esperaba una llamada y esa llamada se produjo el día menos indicado, como tenía el pálpito. Pero no se quejó por ello. No es oficio de dormir el de sacerdote, ni el de médico, ni el de periodista.

Nerviosa, como en su primera cita o la primera vez que visitó París, optó por un vestido sencillo, una rebeca gruesa de lana, y se cubrió de pies a cabeza con un abrigo beige que no era ni el mejor ni el más caro que tenía. No quería pecar de extravagante, pero tampoco le apetecía morirse de frío. Se maquilló lo justo, apenas un poco de sombra de ojos que disimulara la sombra de verdad que la noche de ruido y sueño incómodo le había marcado, y un carmín rojo, potente, que contrastaba con lo pálido de sus mejillas. Echó una libreta y dos lápices al bolso y, para no parecer ostentosa, dejó el Peugeot 203 de la familia aparcado y buscó un taxi. Todo en menos de quince minutos. Para que luego las lenguas de doble filo la llamaran a sus espaldas Escarlata O’Hara. Como si le importase.

La lluvia de la tarde había remitido. Madrid iniciaba el nuevo año resplandeciente y limpio, y parecía que le habían dado a las calles una capa de quitina o de betún. Apenas había tráfico, ni peatones, como si la ciudad durmiera todavía o las sobremesas de ponche y anís se hubieran ampliado hasta la hora en que abrieran los restaurantes y los cines. En medio de aquella pereza, resultaba extraño pensar que alguien pudiera darle la vuelta al calendario cometiendo un crimen, pero Silvia estaba convencida de que en esos asuntos no podía sorprenderse ya. Se equivocaba, claro, como se equivoca todo el mundo cuando tiene veinte años.

Cuando se bajó del taxi, antes de recibir el cambio, advirtió la figura de un hombre alto que fumaba junto a una farola, ante la puerta de la redacción. Reaccionó al verla y tiró la colilla al suelo, en medio de otras tres o cuatro colillas iguales que flotaban como barquitos de papel en un charco. Eso hablaba de la impaciencia del hombre, que no había querido esperarla en la redacción, ni en el portal siquiera. También le alertó a Silvia de que quince minutos para arreglarse y otros tantos para llegar al punto de destino no eran algo que se le pudiera perdonar cuando hay un caso de por medio.

Silvia guardó las monedas en el bolso, le dijo al taxista que esperara un momento y se volvió hacia el hombre. Un abrigo algo gastado, el rostro delgado y macilento de rasgos bien definidos, un bigote fino y las orejas grandes. Podría haber parecido un oficial del ejército pero llevaba el pelo demasiado revuelto, el nudo de la corbata demasiado estrecho, el cuello de la camisa arrugado y sucio. La impresión que le causó a Silvia Velázquez fue que el hombre había dormido vestido.

––¿Es usted Alberto García?

El hombre la miró de arriba abajo, calibrándola. Si hubiera sido una yegua, Silvia estaba segura de que le habría analizado los dientes o palpado los cuartos. En otra situación, en cualquier otra calle, en cualquier otro oficio, Alberto García quizá le hubiera dicho un requiebro improcedente, reduciendo su persona y sus estudios a mera carne con la que pasar un rato. O tal vez no. Silvia Velázquez tuvo la impresión de que no era el tipo de aquel hombre. Se equivocaba también, claro. No estaba dentro de la cabeza de García, ni sabía que García había llegado al punto en la vida de todo hombre en que encuentra siempre algo atractivo en cualquier mujer, aunque no cualquier mujer se convierte inmediatamente en objeto de conquista. Algún miembro de la misma tribu a la que pertenecía había inventado hacía siglos el dinero para ahorrarse ese esfuerzo.

––Eso era anoche. Ahora no estoy tan seguro. ¿Y usted, señorita…?

––Silvia. Silvia Velázquez.

––¿Aprendiz de periodista?

––Periodista ya lo soy, creo –respondió ella, algo picada. Y no pudo evitar aclarar––: Llevo una sección desde hace un año en Sábado Gráfico.

––La sección de moda y chafardeo, seguro –comentó el hombre, y Silvia notó que las mejillas empezaban a arderle––. ¿Y ahora quiere adentrarse en la crónica del crimen? No es agradable, niña. Cuesta trabajo tragarse el asco. ¿Qué quiere una chica como usted de este mundillo? ¿Busca emociones? ¿O sueña con escribir novelas algún día? Es más guapa que Agatha Christie, desde luego.

Silvia notó que todo el rostro se le volvía de color grana. Pero ya le habían avisado de que no iba a ser fácil.

––Usted, sin embargo, no llega a Clark Gable ––replicó, mirando a García de arriba abajo, como se mira a un pobre a quien sientas a la mesa en Navidad y olvidas al día siguiente––. Ni siquiera a Alfredo Mayo.

––No, no tengo las orejas tan grandes –rió García, sin darse importancia ni acusar el golpe––. Y el gran Alfredo me derribó una vez de un puñetazo, cuando todavía tenía Raza subida en la cabeza. Pero no tiene que avergonzarse de ser una niña mona.
––Ni rica, claro.
––Eso es algo que no puedo imaginar que le pase a nadie. Le han elegido mal compañero, guapa. Imagino que la Landi estará ocupada descubriendo misterios o no quiere competencia. Porque no creo que haya pedido expresamente trabajar conmigo, claro.
––He leído muchos artículos suyos.
––Así que fue usted –García se subió el cuello de la chaqueta; en verdad hacía frío––. No es solo mi patita, sino el hada madrina de mis hijos.
––¿Su patita?
––Mi patita. De pato. De los que siguen detrás a la primera cosa que ven moverse. Así aprenden.
––Creí que era usted quien andaba al paso de la oca.
––Lo hice, en tiempos. Era eso o el hambre. Bien, Silvia… podemos tutearnos, ¿no? No soy maestro de nadie, pero desde luego no lo sería de la vieja escuela. ¿Nos ponemos en marcha?
––Cuando usted… cuando quieras. El taxi está esperando.
Alberto García asintió. Dio un paso hacia el vehículo y Silvia no se sorprendió demasiado de que no le abriera la puerta. Si era un caballero, lo dejaba para otro tipo de mujeres, no para las periodistas. Pero García ni siquiera subió al taxi él tampoco. Rodeó el coche y se dirigió al conductor a través de la ventanilla.
––La señorita necesitará una factura por la carrera –le dijo––. ¿Es posible?
––Claro, jefe, por supuesto –respondió el taxista, y en menos de medio minuto le entregó un vale amarillo donde se detallaba el importe. García lo recogió, lo miró a la luz de la farola y se lo guardó en el bolsillo. Hizo un gesto con la cabeza al conductor y el taxista arrancó y se perdió en la noche.
––¿No vamos a ir en taxi? –preguntó Silvia––. ¿Tienes coche?
––Dios me libre. Pero a un par de esquinas podemos coger un autobús que nos dejará cerca de nuestro destino.
––¿No llegaremos demasiado tarde a… la escena?
––¿Un día como hoy? ¿Cuánto tiempo crees tú que va a tardar la madán en encontrar a un juez de guardia que no esté borracho y vaya a levantar el cadáver?
––¿La madán?
––La policía. En el cine los llaman la bofia. Para nosotros es la pasma o la madán. Si son de la secreta, la pestañí. Vamos, el autobús espera. Yo invito.
Echó a andar y Silvia tuvo que admitir, a regañadientes, que para alcanzar las grandes zancadas del veterano periodista iba a tener que pegarse a sus talones… exactamente como un patito detrás de su madre.
Media hora más tarde estaban los dos en el piso superior del autobús que llevaba a Carabanchel Alto, un trasto retirado de las calles de Londres y que disfrutaba de una segunda vida en Madrid.
––Si vamos en autobús, ¿para qué querías la factura de mi taxi?
––Soy coleccionista. Unos juntan sellos, otros monedas, otros tickets de autobús o de metro, y yo colecciono facturas de taxi.
––Anda ya –Silvia no pudo evitar sonreír mientras sacudía la cabeza, incrédula.
. ––¿Quieres la factura para algo, patito?
––Ni se me había ocurrido pedirla. No, no la quiero.
––¿Entonces qué más te da lo que yo vaya a hacer con ella?
––¿Siempre cubres los reportajes viajando en un autobús de mala muerte?
––También uso el metro, de vez en cuando.
––Pero apuesto a que en la redacción pasas la factura del taxi.
––De vez en cuando, sí. Como hoy. ¿Tú tienes hijos, niña?
––¿Tengo pinta de tenerlos? –Silvia respondió con rapidez, pero parpadeó dos veces, muy velozmente. Esperó que García no hubiera advertido el titubeo.
––Nunca se sabe, mujer. Nunca se sabe. Yo tengo tres. Dos niños y una niña. Pequeños aún, aunque me temo que crecerán rápido. Y los Reyes están a la vuelta de la esquina.
––Los Reyes no son los padres, ¿no? Son los fondos de El Caso.
––Haces que parezca malo que mis hijos se alimenten de la gente mala que anda suelta por el mundo, pero tengo claro que no es peor que hacerlo de la gente guapa que tira en ropas y fiestas el sueldo de todo un año de un españolito cualquiera. Lo cual me lleva a preguntarte… ¿tú qué has estudiado, si no es mucho preguntar? El Ogro me dijo que acababas de terminar la carrera. ¿De qué?
––De periodismo, ¿de qué va a ser?
––Pues menuda pérdida de tiempo. Doble, en tu caso, si es verdad que en tu familia hay pasta. El periodismo no se aprende con los codos, sino con las suelas de los zapatos. En la calle, no en las aulas. Si se te escapa alguna falta de ortografía, la culpa es de los de linotipia.
––Para eso estoy aquí, ¿no? Y no, no cometo faltas.
––¿Y resulta que quieres especializarte en sucesos? ¿Qué pasa, que te pone el morbo?
––No lo sé. Estoy aquí para que tú me enseñes. ¿Cuál es tu caso?
Alberto García dudó un segundo antes de contestar. Encendió un cigarrillo y dejó que el humo gris envolviera sus palabras un instante.
––Hay oficios que no se pueden dejar de hacer. Fontanero, bombero, enterrador, médico… Informar de la mierda del mundo es uno de ellos. Es la pasión por poder contar cosas y saberlas contar para transmitir esa pasión. ¿Tienes idea de lo que te estoy hablando?

––Claro. Si a ti te vale, también me vale a mí.

––Esa pasión sirve para que mis hijos tengan un Mecano por Reyes, y una Mariquita Pérez, ¿te parece poco, patita? Seguro que cada vez que abrías un regalo de niña no te preguntabas de dónde sacaba el dinero tu padre.

Esta vez, le tocó a Silvia Velázquez el turno de callarse.

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Comentarios

1
De: Rafael Lillo Fecha: 2016-03-08 12:28

¡Genial!