Nunca volverá a ser 1977. Nunca recuperaremos aquella ingenuidad, aquella sorpresa, aquel mundo que cambió y nos cambió, de la noche a la mañana, con el visionado de una película. La estudiada simplificación narrativa, la limpieza temática, la estructura que hacía ecos de tantos sitios que era como si resonara por vez primera, son imposibles de recuperar. Han pasado 38 años. Han pasado seis películas. Y dos hiatos. Y ha habido sobreexplotación de merchandising y universos expandidos. Y relevos generacionales. Y lo que fue una agradable fantasía espacial se ha convertido en iglesia.
Sobra comentar aquí lo mucho de bueno y malo que forman parte indisoluble del ADN de lo que es Star Wars y lo que Star Wars significa. Cada espectador rendido en fan tiene su esquema, sus preferencias, sus vivencias. Muchos se sienten dueños del juguete, sin querer reconocer nunca que contentar a todo el mundo es imposible, que el juguete tuvo un dueño (que además era su creador) y ahora tiene otro, ese que va camino de convertirse en el estudio más potente del siglo XXI.
La apuesta fue siempre (y esto no lo entendió George Lucas, que cometió el error de rodar las precuelas) el futuro de los personajes. No es el universo lo que interesa, sino la peripecia, la aventura, la sorpresa. No saber qué va a ser de unos personajes tan icónicos que es ya imposible crear otros que los sustituyan sin recordarlos. Cada uno de ellos es quien tuvo que ser porque tuvo que serlo: el joven ingenuo, el malvado implacable, el maestro sabio, el contrapunto cómico, el amigo deslenguado. Y, transcurridos tantos años desde aquel final apresurado y mal contado con el que Lucas se despidió por primera vez de su saga con El Retorno del Jedi, no ha quedado otra que jugar a lo único que se puede jugar cuando el juguete es tan estilizado que no admite más componendas.
De la mano del hijo putativo de Steven Spielberg (y, por ende, sobrino putativo también de George Lucas), JJ Abrams, se cuenta quizá lo único que podría contarse a nivel de evolución de universo y personajes: han pasado también treinta años en la trama, y a partir de ahí se juega a buscar adrede el paralelismo, la coincidencia, el guiño. Nada de extrañar, por otra parte: el propio George Lucas jugó ya dos veces a rehacer Star Wars (en VI y I, por si ustedes no quieren detenerse a pensarlo), igual que jugó una vez más a rehacer En busca del Arca Perdida (en La última cruzada, por las mismas razones). La marca de fábrica de esta sinfonía galáctica fueron las codas, las rimas, las repeticiones: el comentario de amargura de Obi Wan en IV se convertía en ironía en III, el coscorrón involuntario del extra stormtrooper se convierte en tendencia genética de Jango Fett. Así, ad infinitum. Situaciones paralelas, diálogos similares, y por encima de todo el contrapunto o el hilo conductor de la música.
Treinta años después los héroes de nuestra generación ya no pueden ser los héroes de otra generación. Nadie habría admitido, al menos ahora, un cambio de actores a la hora de interpretar a Han Solo, Luke Skywalker o Leia Organa. Había que renovar la escudería. Y hacerlo tirando hacia delante. Escamoteando, lamentablemente quizás, elementos interesantes de esa historia que todos creemos conocer pero ninguno conoce (en tanto el universo expandido ya no existe, y en buena hora). No tiene que haber sido tarea fácil: del trío protagonista, uno de ellos (Ford) es el único que ha conseguido llegar a la categoría de superestrella, quedando los otros dos relegados a sombras de sí mismos con carreras cuanto menos discretas. El tiempo, además, es inmisericorde con todos. O se saltaba en el tiempo doscientos años o se apalancaba con lo que hay. Y esta es la decisión que Kathleen Kennedy, Disney y Abrams han tomado. Lo tomas o lo dejas.
El universo expandido fue, aunque no lo quieran creer quienes lo consumieron, una maniobra comercial, un entretenimiento inter filmis. Pensando con dos dedos de frente, era imposible que nadie fuera a rodar unas “continuaciones” que sólo unos pocos en el ajo conocían. La película, como la primera trilogía, juega siempre a la sorpresa. La decisión de tirar por la borda lo que se leyó en novelitas malas, en tebeos regulares y en series de dibujitos animados a veces aceptables es tan inevitable como sabia. Aunque, por simple combinación de elementos y por lógica de evolución de personajes e historias, tenga que haber por fuerza elementos que se parezcan.
El despertar de la Fuerza es, por tanto, una continuación que se vuelve oficial en tanto oficial ha sido siempre sólo lo que se ve en pantalla. Es, entre otras cosas, un acto de amor, un homenaje de las nuevas generaciones a las generaciones que fueron. La continuación de aquellas situaciones, aquellos personajes, y sus sustitución, lenta pero inexorable, por otros personajes y otras situaciones.
No sólo es Star Wars; es Star Wars en su mejor salsa: apabullante, grandiosa, ridícula por momentos, sin demasiado tiempo para profundizar en los personajes ni encontrar los absurdos de la trama. Una montaña rusa de emociones. Tiros, duelos, explosiones, persecuciones, chistes tontos, personajes que amamos y personajes que amaremos, villanos que odiaremos, la tensión del saber cómo continuará lo que, siempre, ha sido una saga: o sea, una historia que se cuenta de padres a hijos.
Enmienda la plana, pues, a los errores que cometió Lucas: no hay ninguna alusión a la primera trilogía; se limitan y mucho los CGI; vuelve al universo gastado y limítrofe, a los malos que no son políticos sino militares nazis. Y se explica lo que no fue más que un contrasentido en los minutos finales de VI (y su versión expandida): un imperio galáctico de veinte años es una mierda de imperio galáctico.
La película tiene por centro el enfrentamiento, una vez más, entre luz y sombra, encarnados en la chatarrera (mejor “buscadora”) Rey y el aprendiz de Vader que es Kylo Ren. Entre ellos, el personaje más amado de la saga, Han Solo, que lleva sobre sus encorvados hombros todo el peso de la historia. Sí, hay paralelismos con IV, quizá en demasía, pero esta película es un puente. Quizá no podría ser de otra forma. Un segundo visionado ya nos hace comprender que no es tanto remake como rima. Sí, me dirán ustedes, y yo les doy la razón: harta un poco tanta estación de combate superdestructora. Claro. Pero tener la bomba atómica no impidió que luego se creara la de hidrógeno. O la de neutrones. O las que vengan.
Cuando vimos Star Wars no sabíamos nada de que pudiera ser un episodio IV, que habría continuaciones y precuelas. Aquí se juega con ventaja: saben los narradores y sabemos los espectadores que habrá continuaciones (quizá ad infinitum). Por eso la película se pasa volando, quedan establecidos muchos interrogantes y sabemos que no todos serán respondidos ni siquiera en la próxima película que ya se prepara.
La rima tiene en Rey y Kylo el juego de paralelismo cuádruple: entre Vader y este su nuevo epígono; entre Luke y su futura pupila. El gran descubrimiento es Daisy Ridley, casi un trasunto de Nausicaa del Valle del Viento, una figura femenina potente y autónoma, quizá una superJedi, una mutante que aprende todo sobre la marcha. Casi como el estadio inicial del otro gran personaje femenino y duro de nuestro momento, Imperator Furiosa. En el otro lado del tablero, la pieza negra, Kylo Ren con su secreto desvelado demasiado pronto, quizá, un malo que quiere ser tan malo como el que fue más malo y que se ve a un tiempo desvalido y a la vez abominable. Queda un malísimo en la sombra que quizá no sea tan interesante, a estas alturas de la narración, como el futuro enfrentamiento entre estas dos piezas de ajedrez invertidas, Rey y Ren.
Ese es el gran punto a favor de esta secuela que llega, ay, quizás demasiado tarde. Queremos saber qué va a pasar. Queremos saber qué motivó la deserción de Luke. Quién es Rey. Cómo completará su internamiento en el Lado Oscuro (a mí me gustaba más lo de “Reverso tenebroso”) ese aprendiz de brujo que fue un niño brujo terrible. A los fans veteranos nos queda, tal vez, la idea agridulce de que nos han escamoteado treinta años de historia, momentos que nos habría gustado ver, huecos que quizá no se rellenen más que a partir de datos y retazos de diálogo. Pero qué puñetas. El cliffhanger sigue ahí. La galaxia se hace cada vez más infinita.
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