La perfección formal de las viñetas de Hal Foster no fue óbice, sino más bien acicate, para impulsar el desarrollo y la constante evolución de la serie. En el periodo 1955-1956 que cubre este libro, a prácticamente veinte años de la creación de Prince Valiant, el autor ya ha establecido los parámetros sobre los que vertebrar su relato: un día acción, otro la familia. Y, más allá de eso, el viaje que siempre ha sido la marca natural de la strip se estructura en tres puntos establecidos, lo que permite que las historias alternen y, distanciadas en el tiempo por la publicación semanal de una sola página, no parezcan repetitivas: aventuras en Camelot, en Thule y en las Islas de la Bruma, con escarceos secundarios en misiones a Irlanda, batallas contra vikingos díscolos o excursiones por Tierra Santa.
Quizá consciente de ello, Foster evita en este periodo el viaje por mar o por el corazón de Europa, que los personajes ya han realizado con diversos reveses de fortuna antes, y echando mano a la información sobre la cultura vikinga que empieza a asomar cada vez más en la serie (Val se vuelve “bersekr”), relata lo que hemos traducido por “la gran ruta por tierra”, el titánico esfuerzo por remontar los ríos del este europeo hasta el norte cargando con los barcos allá donde no hay cauces de agua. Es, quizás, el viaje más arduo que jamás realizaran Valiente y los suyos, y el autor lo relata con la habitual minuciosidad, explorando el territorio y comunicando la dilación en el tiempo y el esfuerzo que supone ese azaroso regreso a casa.
Han pasado casi veinte años desde el inicio de la serie y vemos a Val más falible que nunca: no sólo porque dispare una flecha de manera imposible (página 942, viñeta 6), sino porque lo vemos herido y vuelto a herir, renco, debilitado, pasajero de segunda en su propia serie, un héroe desvalido que recurre a contar su pasado a sus hijos, subterfugio que permite a Foster ganar unas semanas de tiempo (dedicadas, según parece, a viajar por los escenarios futuros de sus personajes), y quizá recordar a los públicos que aún acudían a ver la película de Henry Hattaway cómo fueron en realidad los primeros años de Valiente.
Asoma la posibilidad del relevo: el príncipe Arn deja de ser un niño y empieza a transitar el camino de la adolescencia. Es el joven aguilucho que despliega con gallardía sus alas, abandonando el nido, y una vez más la maestría de Foster el narrador, ese que hace biografía de tantas de nuestras vidas, nos cuenta la desazón de los padres, el silencio y el vacío. Pocas viñetas son más hermosas, en la historia de la serie (y en la historia de los cómics) que esa panorámica de la página 1007 donde Val y Aleta ven a su hijo alejarse en la barca que lo lleva a su futuro.
Nunca reconoció Foster a Dickens entre sus influencias, pero en los criados patosos y de buen corazón parecen encontrarse ecos del Club Pickwick. Hay una clara simpatía del autor hacia estos personajes desmañados, metepatas y cobardes: sin ellos, lo vemos siempre, ni Val ni Gawain podrían correr sus aventuras. Les sirven de cocineros o de espías, les sanan las heridas y a la vez los desconciertan. Son objeto de chanza y desespero pero los caballeros bien saben que no pueden vivir sin ellos. Val, que nunca ha olvidado sus orígenes humildes, conecta rápidamente con las clases populares, y los mira no sólo desde el respeto, sino desde la admiración. La trágica historia de Alfred y el desprendido sacrificio que hace en las últimas páginas de este libro es, para mí, el momento más heroico y más hermoso de todos cuantos contó Harold Foster.
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