Cinco álbumes y muchísimas páginas de tebeo después, seguimos sin saber cómo fue Pepe González. Imagino que igual que la gente que lo conoció: un genio inquieto, un artista de muchos palos abocado a la autodestrucción, un marginal de sí mismo. Quién sabe. Qué importa. A lo largo de los cinco álbumes que el maestro Carlos Giménez ha dedicado a su amigo (y que sin duda han redundado en un nuevo interés hacia la obra de Pepe González y la reedición de Vampirella) lo importante no es tanto la acumulación un tanto repetitiva en ocasiones de anécdotas, sino la lenta gradación hacia el desastre.
Decía el poeta aquello de que los de entonces no somos los mismos, y ese imparable paso del tiempo lo refleja Giménez en el cambio continuo del look de sus personajes, desde el propio Pepe al elenco de secundarios que lo rodean. Giménez hace una vez más memoria de una época, retratando modas y formas de ver la vida, centrándose siempre en el mundo de la historieta y, más que eso, en el de las agencias ya desaparecidas. Hay nostalgia, pero sólo la justa. La historia es, sobre todo, el reflejo de una incertidumbre: hacia el pasado y hacia el futuro. Qué fueron y qué son, o qué serán. Y qué quedará de todos aquellos autores, circunstancia que el lector puede también aplicarse a sí mismo.
Giménez no bucea en la psique de Pepe González, quizá porque se encuentra en su muerte, como se encontró en su vida, con un muro. Si nadie sabía cómo era, qué pensaba, a qué dedicaba la otra mitad Hyde de su vida el dibujante de Vampirella, habría sido una osadía por parte del autor de estos álbumes dar una interpretación, un análisis psicológico, una respuesta. Pero los dibujos hablan por sí solos: hay un recital de gestos, una exhibición de soledades. Las muecas de incomprensión de los que rodearon a Pepe, las miradas de cariño, los gestos desesperados, la frialdad del propio Pepe, y esas viñetas terribles de la decadencia en los bares, viviendo de la caridad, y la marcha hacia las luces de la noche en la que Giménez no ha querido internarnos.
El último álbum repite en su primera parte los esquemas anteriores, mostrando a un Pepe González que sabe que va a morir pero se contenta con vivir de su suerte. En este sentido, no supera al magistral número anterior. Pero Giménez se saca un as de la manga, un recurso narrativo genial, y tras la muerte (casi en off) de Pepe nos muestra un bellísimo flash back visual, tras el hallazgo de las fotografías del difunto, donde deja para el final tres escenas maravillosas y terribles donde, quizá, esté la clave de quien fue González: el joven ingenuo que estropea el desfile, el pícaro desalmado que tiende la trampa al testigo de Jehová, el niño travestido que vive en el miedo ese momento de felicidad en que, disfrazado de princesa, puede ser otra persona y aceptarse a sí mismo.
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