En el fondo, era inevitable que el único superhéroe del cine de los ochenta que no procedía de los cómics quiera sumarse al carro de los personajes de los cómics que inundan el cine. El problema del nuevo Robocop, que inició de la mano de Paul Verhoeven una larga franquicia que tuvo una no menos larga agonía en varias secuelas, una infausta serie de televisión con actores de carne y lata y otra no menos infausta de dibujos animados, es que veinte años más tarde cuenta más de lo mismo y ni siquiera lo cuenta igual, sino peor.
El Robocop original era una historia intrascendente y algo exagerada que estaba tan cargada de mala leche que resultó profética. Iba limitadita de presupuesto y no tenía más complicación que el mecanismo de un botijo, pero funcionaba muy bien y, en aquellos tiempos de efectos especiales que hoy nos parecen del cuaternario, causaba hasta asombro.
El nuevo Robocop tiene el problema de enfrentarse a aquella película y querer ser un remake, cuando podrían haber asumido directamente lo que la(s) otra(s) películas ya contaron y repetir el experimento con otro policía hecho chiribitas que no fuera ni se llamara Murphy. Porque la película pretende distanciarse y casi lo logra en tanto se dedica mucho más a explorar el dilema humano-robot o el componente ético (y hasta familiar) del experimento que la caza de los malos. Este Robocop de armadura negra se colapsa en seguida, realiza sus detenciones casi off camera, y dedica la última media hora de película a investigar su propia muerte y a llegar a conclusiones detectivescas, localizando al malo, que parecen tan sacadas de la manga que resultan inverosímiles. Todos sabemos que el pobre Michael Keaton es el villano, pero no está bien explicado ni es convincente.
La peli se rodea de al menos cuatro actores que han aparecido en diversas películas de superhéroes: el citado Keaton, el insoportable Samuel L. Jackson, un repulsivo y poco creíble e insuficientemente explorado Jackie Earlie Haley (o sea, para entendernos, el fulano que estaba debajo de Rorschach), y el grandísimo Gary Oldman, que si está inmenso haciendo de malo está todavía mejor haciendo de bueno, y que interpreta al personaje más agradable y mejor logrado de la película.
No lo hace mal el protagonista, aunque su cuerpo blindado no engancha tanto como el original, ni tiene ese peso en movimiento que aquí comunica el sonido. No hay ningún atisbo de crítica social (con la que está cayendo ahora mismo en Detroit, precisamente), y el alcalde y los ricachos no tienen ese reverso tenebroso de la peli original. La violencia es profundamente light: Robocop dispara cargas paralizantes.
Se deja ver toda la primera hora, el proceso de Frankensteinización de Murphy, y empieza a perder fuelle desde el momento, demasiado apresurado, en que el Robocop se enfrenta a tropecientos robots y se los carga. Luego ya el desenlace es puro trámite.
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