Uno llevaba más o menos los deberes hechos y sabía que DF, Ciudad de México, la capital del país azteca o como queramos llamarlo era una megaciudad de unos 25 millones de habitantes, o sea, más de media población de España en un solo sitio, así que me sorprendió poco (pero me sorprendió un tanto) tener que desplazarnos desde el centro histórico hasta allá el quinto pino, donde viven los Taibo. Juanmi Aguilera, que ya había estado otras veces en el país y en la ciudad, se sorprendía de lo mucho que habían cambiado los coches: ahora, dijo, eran más pequeños, más tipo utilitario, más europeos. Síntoma de la crisis.
Paco Taibo nos estaba esperando asomado al balcón de la primera planta de su casita, un santuario de libros, libros, más libros y máscaras africanas con unas escaleras infernales y un pequeño garaje en la planta de abajo que, ¿hace falta decirlo?, está también copado por libros. Abrazos de rigor, nuevamente nos ponen al día del complicado entramado político de la ciudad, los tejemanejes de la política al asedio de la cultura, cómo han conseguido salvar la feria in extremis. Bebemos mientras tanto cerveza. O la bebemos nosotros: Paco solo bebe refrescos, el de esta noche de un apetecible color exótico.
Cenamos. O cenan ellos. Una ensalada con aguacate que está deliciosa y un pavo que no se queda atrás. Nos lo comemos todo o casi todo, porque está exquisito. Es la primera vez que desayunamos a la hora de la cena, pero somos capaces. Aunque llega un momento, pasadas las dos horas de conversación, en que se nos caen los ojitos: llevamos de pie más de veinticuatro horas y ya no tenemos veinticuatro años.
Echamos uno y mil vistazos a la taiboteca, la sección de libros del propio Taibo, en varios idiomas, en muchas ediciones. Nos puede el orgullo y la envidia. Se les ve felices, a Paco, a Paloma, a José Ramón, a Marina, de que estemos allí, en su mundo. Y estamos felices, Juanmi y yo, de compartirlo.
Nos llevan de regreso al hotel. Estamos hechos fosfatina. La habitación es individual: ni Juanmi tendrá que soportar mis ronquidos ni yo sus ejercicios de calistenia. La cama es enorme, tan enorme que caben cuatro personas, tan enorme que es un desperdicio. Hecha a mano, dice la publicidad. Es extraordinariamente cómoda.
Al sobre, después de un día donde nos hemos despertado en un país y nos acostamos en otro, un día que de pronto parece tener muchas horas.
Vamos a dormir hasta las tantas, pienso.
Y entonces actúa el jet lag y me despierto a las tres de la mañana, a las cuatro, a las cinco, a las seis. Puede más la biología que los relojes. A Juanmi le pasa otro tanto.
Por fin, aburridos de dar vueltas en la habitación, subimos a desayunar. Nuestro primer día en Ciudad de México nos espera.
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Categorías: Las aventuras del joven RM