Las temidas doce horas de avión son poca cosa para un chicarrón del sur como el que escribe, que en sus buenos tiempos se hizo un par de veces Cádiz-Italia en autobús. Y además, doctos y cultos como somos, no podíamos dejar de pensar en la inmensa fortuna de vivir en la época en que vivimos (vale, sí, para unas cosas), que nos permite cruzar de un continente a otro en medio día cuando los primeros hombres (y mujeres) que lo hicieron tardaban tantas semanas, si llegaban al final del viaje. La broma, claro, la hicimos nada más llegar: "Oye, que nos han puesto tres películas en el avión. ¿Cuántas le dio tiempo de ver a Colón?".
Hace poquita gracia, ciertamente, que cuando según tu reloj corporal son las tres de la madrugada tengas que hacer hora y pico de cola para pasar por la aduana, pero las cosas son así. Te bajas del avión (que a esas horas parece un portal de Belén a medio desmontar y huele a pies), y en vez de recoger tu maleta y tus cosas, a esperar a que te separen en dos: nacionales y extranjeros. Y ninguna de las dos colas parece que avance demasiado rápido.
Cuando por fin me toca el turno de enseñar el pasaporte a la policía de rigor, me cuido muy mucho de decir que voy a la Feria del Libro, no vaya a ser que a la señora le de un ataque solidario con el gobierno del ramo y me diga que ni se me ocurra. Le digo que soy turista. Ella me dice que para qué quiero visitar México. Yo le digo que por la cultura y las taquerías. A la señora no le hace la menor gracia. Me pregunta mi profesión. Le digo que profesor (no "maestro", por si acaso), y me dice que de qué. De inglés, le digo. Entonces me devuelve el pasaporte y me voy a buscar a Juanmi, que ha pasado el trago antes que yo y está ya esperando su maleta.
Las maletas de Juanmi son siempre una cosa pequeñita y compacta, como si se las preparara el Doctor Who, mientras que las mías suelen ser una cosa enorme y pesada, como si me las preparara Houdini y Houdini estuviera dentro. Pero, justicia poética, cuando llegamos al último puesto de aduanas, nos dicen que hay que jugar al Saque Bola. Un señor que va delante pulsa el botón, le sale la lucecita roja y le tienen que abrir la maleta. Juanmi va detrás, pulsa el botón, le sale la luz roja y le tienen que abrir la maleta también. Por ley de probabilidad, pulso yo, me sale verde, y me dejan paso franco.
En la entrada nos esperan Marina Taibo y José Ramón Calvo, que es como si nos esperaran con trompas y trompetas. Abrazos, alegrías por el reencuentro (no nos vemos desde hace dos o tres semanas negras). Nos perdemos un par de veces en los ascensores del aeropuerto intentando localizar la planta del aparcamiento, pero por fin salimos al anochecer mexicano.
Son las ocho de la tarde o poco más, pero para nosotros son ya las cuatro de la madrugada. Mientras nos ponen al día de todos los tejemanejes de la política mexicana (los políticos son iguales en todos lados: esa casta que se ha hecho a sí mismo impune), José Ramón, que es arquitecto, nos va indicando detalles de edificios y monumentos. Tenemos que sortear la plaza del Zócalo, todavía aislada, todavía cercada por las fuerzas policiales. Pero no sólo el Zócalo está blindado: también la entrada a nuestro hotel, que está a poco más de dos calles del centro histórico. Por más que intentamos que nos dejen pasar (son cinco metros hasta la puerta), los policías, verdaderos robocops oscuros nos parecen en ese momento, luego acabaríamos por tomárnoslos un poco a chufla, nos dicen que no, que demos la vuelta por otra calle. Otra calle que, por cierto, es de sentido contrario. Pero no se puede discutir con un geo armado hasta los dientes, así que damos la vuelta.
Nos instalamos por fin el hotel. O sea, soltamos la maleta, nos damos un friegue rapidito de agua y jabón, nos cambiamos de ropa y otra vez a la calle. Son nuestras cinco de la mañana, pero tenemos que hacer algo mucho más importante: vamos a cenar (bueno, cenarán ellos, lo nuestros es casi un desayuno), en casa de nuestros queridos Paco Ignacio Taibo y Paloma Sáiz.
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Categorías: Las aventuras del joven RM