El más golfo de la clase tiene alma de disc jockey o de poeta y, a escondidas, ha cultivado una extensa cultura de videoclub (de vídeo comunitario, si fuera de Cádiz) que le permite fagocitar todo lo aprendido por ósmosis y presentarlo con un sesgo nuevo. Lo hemos visto a lo largo de su cinematografía y lo vemos ahora en este Django Desencadenado (¿por qué no Django libre?), donde se aproxima sin ningún tipo de rubor, aunque quizá sin entenderlo plenamente, a eso que nosotros hemos dado en llamar spaghetti western, la deconstrucción entre el naturalismo y la caricatura del género cinematográfico por excelencia.
El spaghetti western, sobre todo cuando hizo (y lo hizo muchas veces) factor común con el gazpacho western, es decir, cuando se rodó en Almería y otros escenarios españoles, es un divertido subgénero sin pies ni cabeza, sin rigor histórico, con secundarios baratos que en ocasiones dieron el salto a la primera línea del star system y con otros figurantes que prestaban su experiencia teatral o televisiva (recordemos la larga lista de actores españoles, desde José Bódalo a Fernando Sancho), junto a unos guiones que a veces dan la impresión de haber sido improvisados más que extraídos de las novelas de a duro de la época.
Tarantino en el fondo se acerca solo tangencialmente a Sergio Leone: en ese sentido, la entrada de la película es muchísimo más pasada de rosca y surrealista en el Django original: un tipo que va por la vida arrastrando un ataúd, ahí queda eso, pero acepta el enclavar su historia en un mundo inexistente donde se mezcla ese western chusco con el otro subgénero, subgénero a su vez de la blackploitation, como es el mundo de las plantaciones y los mandingos. No parece que al director-guionista le interese ser fiel a la Historia (con mayúscula), aunque sí es cierto que, pese a lo que diga Spike Lee de su visión de la esclavitud y la negritud, hace una fuerte condena de la primera y no duda en plantar un personaje negro protagonista (más o menos) en medio de una situación imposible de la que, como no podía ser menos, sale airoso.
Jugando a traspasar el western el argumento de la primera parte de los Nibelungos, tenemos casi tres horas de aventura desproporcionada, grand guignolesca en ocasiones (aunque quizá no lo suficiente): una película episódica que remite levemente (o eso me pareció) al Huckleberry Finn y que podría haber sido perfectamente una miniserie televisiva con más tiempo para desarrollar los diversos escenarios. La violencia es exagerada como de costumbre, la sangre chorrea y corre a raudales y los personajes entran y salen, disparan y mueren a velocidad de vértigo.
Christoph Waltz sigue demostrando que es uno de los mejores actores del momento, y si añadimos el hecho de que es alemán y suelta (sin acento) larguísimas verborreas en inglés su mérito se acrecienta. Casi diría que es Waltz el protagonista de la película, porque si algo falla en el entramado (donde destacan también, para mi sorpresa, Samuel L. Jackson y un divertido Don Johnson; a Leo di Caprio le falta un punto de pasarse de rosca para estar perfecto) es precisamente el actor protagonista, Jaime Foxx, demasiado hierático, demasiado fuera del contexto: el papel, no lo olvidemos, fue escrito para Will Smith, que se descabalgó pronto.
Curiosamente, pese a la violencia, para acercarse al spaghetti western le falta el detalle del masoquismo: los héroes del subgénero se han caracterizado siempre por recibir enormes palizas y torturas de las que salen hechos papilla para después ejecutar sus venganzas. Aunque aquí se da esa tortura, parece como si Tarantino se cortara un poco (¿para poder acceder a otra calificación?), como también se corta al narrar en off la violación de Hildy y su prostitución y las peleas a muerte entre los mandingos: cualquier película de los setenta (¡y eran americanas!) era más heavy en ese sentido.
Donde Tarantino sigue dando una lección es en la elección de músicas, desde el leitmotiv de la película original al cierre a los acordes de Le llamaban Trinidad.
Comentarios (27)
Categorías: Cine