El Spielberg más lacónico para el presidente más icónico. Después de años de preparación, cambios de actor protagonista y refinamientos de guión, se nos presenta por fin no la biografía del asesinado dirigente norteamericano, sino los dos últimos meses de su vida y el vendaval político, social e histórico que supuso la aprobación de la decimo tercera enmienda de la Constitución norteamericana para abolir la esclavitud: es decir, el paso de cambiar una ley susceptible de ser modificada para cambiar la Constitución misma: eso que nuestros políticos, con nuestra propia Constitución, no se atreven a hacer aunque lo mismo ya toca.
Es una película de guión, casi una pieza teatral, y resulta admirable cómo el director lo comprende y se hace a un lado, dejando quieta la cámara y permitiendo que los actores interpreten su texto con esa sensación de intimidad que da la luz natural y la recreación naturalista de los interiores. La temática de la película, que podría resultar cansina a los no versados o interesados en la materia, consigue convertir una negociación política contra reloj casi en un thriller, tal es la maestría del guión, que alterna al mismo tiempo con sabrosísimas pinceladas sobre la vida íntima del presidente, su esposa y sus dos hijos. No se reconoce en los créditos y es evidente que el guionista Tony Kushner (que ya guionizó esa otra obra maestra, Munich) ha hecho los deberes y ha escarbado en cuanto libro y documento haya encontrado a lo largo de los muchos años que le ha llevado completar la tarea, pero sigo pensando que la novela homónima del gran Gore Vidal tiene mucho que ver con lo que se cuenta, con cómo se cuenta, y en la manera en que se producen las relaciones humanas en esta película.
Todos sabemos el final (o los finales) que tiene esta película, y sin embargo la escena de la votación en el Congreso dividido está narrada con pulso envidiable, como si fuera una película de juicios donde el espectador espera la resolución del jurado. Spielberg logra que no resulten confusos las negociaciones ni apaños que en poco menos de treinta días llevaron a la aprobación de la enmienda, ayudado por unos actores secundarios de sombrero que, además, se parecen enormemente a los personajes históricos. Impresionante la fisicidad que presta el siempre grande Daniel Day-Lewis al Honesto Abe, la carga del peso de su cuerpo, la tensión de sus manos, el paso... y la voz, aunque flaco favor le hace el doblaje a un actor que por su cuenta experimentó y ensayó hasta dar no solo con el acento que imaginó que debía de tener Lincoln, sino con el timbre de voz que sería preciso para hacerse oír en los discursos. Day-Lewis le presta además a su personaje la socarronería necesaria y, a la vez, la reflexión y el dolor. En algún lugar leí alguna vez que el asesinato de Lincoln fue, en cierto modo, el precio a pagar, una expiación casi aceptada y prevista por los horrores de la Guerra de Secesión, y eso se ve aquí, sin decirse, en la penúltima escena entre Lincoln y Grant.
Es una película política sobre la política, y nos desvela que la política es, antes que ninguna otra cosa, negociar y ceder. Alternando algunos momentos de comedia física (qué bien está James Spader), la reflexión de que hay que recurrir a triquiñuelas prácticamente inmorales para llevar adelante un deber moral se centra no solo en Lincoln (que en las escenas finales carga sobre sus espaldas la responsabilidad de seguir adelante con esa política cuanto menos dudosa), sino en el personaje que interpreta un inspiradísimo Tommy Lee Jones, el abolicionista radical que es, en el fondo, quien más cede en sus ideas, sabiendo que lo que se aprueba es poco, "pero suficiente". El animal político que encarna, desabrido al principio, apasionado después, se revela en su última escena en pantalla como un ser humano adelantado a su tiempo, atrapado por la sociedad en la que vive y guardador de un secreto que en su época, de puertas para afuera, habría sido inaceptable.
Sorprende además, hoy, ver cómo ha cambiado el partido republicano desde entonces.
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