Es posible que no supiéramos dónde nos estábamos metiendo.
La idea del Bicentenario de la Constitución de 1812 sonaba desde hacía tiempo en todos los mentideros de la ciudad. Iba a ser la panacea, el momento que pondría de nuevo a Cádiz en el centro del mundo, como nos cuentan que fue un día. Habría actos culturales y actos políticos, habría exposiciones y conferencias y pasacalles y concursos, ensayos eruditos y también, si era posible, entretenimiento. Creíamos que tendríamos un segundo puente sobre la Bahía y que nuestras infraestructuras mejorarían para darnos el impulso definitivo de entrada en el siglo veintiuno. Qué se consiguió y qué se nos quedó en el charco de los papeles mojados es algo que no viene a cuento aquí y ahora: saque cada lector sus conclusiones propias.
A nadie, cierto, se le ocurrió hacer la gran película del Cádiz de aquellos años. Hubo novelas de autores de fuera y novelas de autores de dentro, se celebró en Carnaval y todo el mundo quiso colaborar de alguna forma, algunos desinteresada, otros, quizás, por colgarse la medalla.
Y entonces llegamos nosotros.
¿Cómo podríamos desde la humilde historieta, desde el tebeo de toda la vida, poner nuestro granito de arena para contar cómo fue el 12, qué supuso la Pepa para la vida y la historia de esta ciudad, para la historia que ahora celebraríamos doscientos años después?
Y por eso, una tarde, nos reunimos en la Casa Pemán e intercambiamos una lluvia de ideas. ¿Se editaba una revista conmemorativa donde cada dibujante diera su propia visión, o un serie de historias donde se contara más o menos qué fue aquello? Se propuso entonces la idea de hacer una serie de álbumes, tres por año. Y de la barra libre de cada autor para dar su visión, por aquello de no repetirnos, y también por no salirnos demasiado de madre, se decidió contar en esos doce libros una gradación dramática desde los inicios remotos de la situación histórica hasta el final de aquel sueño constitucional. Y yo, que pensaba colaborar si acaso en un par de álbumes, me vi de pronto en la labor de guionizarlos todos, para que la visión en conjunto compusiera una historia con principio y fin. Fritz, o sea, Ricardo Olivera, se quedaría con las funciones de director artístico y enlace con el puñado de dibujantes con quienes habría que contactar.
Tres álbumes por año, en los próximos cuatro años. ¿Cómo llamar a la criatura? ¿Doce álbumes para el 12? Y se decidió, en aquel momento, llamar a la serie 12 del Doce.
Eso fue hace cinco años, cuando el 2012 todavía parecía muy lejano. Teníamos tiempo de sobra.
Se pretendió, desde el principio, contar la historia a ras de calle, no desde los grandes hechos pomposos y los próceres con palabras esculpidas en piedra, sino de la gente normal, desde el pueblo llano, desde los gaditanos y gaditanas de entonces, nuestros tatarabuelos: cómo vivieron aquella invasión de liberales y diputados, de portugueses exiliados, de ingleses que de pronto dejaban de convertirse en el enemigo que había derrotado a la flota en Trafalgar para ser el aliado contra el todopoderoso Napoleón Bonaparte.
Y se pretendió, también, que los dibujantes fueran en lo posible autores de Cádiz, tanto de la provincia como de la ciudad, aunque fue inevitable recurrir (y fue un acierto) a algún autor de otros rincones de España: la calidad de su trabajo nos permitía hacer ese dispendio. Como el guionista de pronto se puso muy serio y muy sesudo, y como también era imposible no contar con Melchor Prat (Mel) como parte integrante del equipo, se decidió que los álbumes se complementaran con una página de tiras humorísticas, donde nuestro dibujante pondría a veces en solfa buena parte de la lección histórica y moral del álbum recién leído.
Pronto se hizo necesario un asesoramiento histórico, sobre todo para las peculiaridades del dibujo y la necesaria información gráfica a la que tendrían que recurrir los dibujantes. José Joaquín Rodríguez Moreno sería el encargado de esa tarea, y también de completar cada álbum con una serie de notas históricas que complementaran la narración y pudieran servir, a su vez, de guía didáctica de la época.
Mientras Fritz se dedicaba a contactar con dibujantes y ofrecerles la posibilidad de trabajar en los álbumes (álbumes que a veces estaban programados para tres o cuatro años más adelante), con un año de anticipación sobre el primero de los álbumes, yo empecé a leer toda la bibliografía sobre el tema a la que tuve acceso. No fue una tarea ingrata, pero sí agotadora: leer cada noche, aunque fuera en diagonal, textos y textos sobre un hecho histórico donde la palabra sustituyó a la acción y donde el debate fue más importante que el marco bélico donde, como en una burbuja, los diputados doceañistas redactaron su Constitución fue un esfuerzo.
Porque el principal problema de todo aquello fue que quisimos siempre hacer tebeos modernos. Tebeos que, antes que vehículos para la propaganda o la didáctica de la historia, fueran tebeos de hoy para los lectores de hoy. En ningún momento se quiso hacer tebeos históricos como habíamos leído y sufrido desde siempre: páginas y más páginas de personajes posando y textos al pie explicando los pormenores de la historia. Queríamos historias donde los personajes fueran identificables, cercanos, populares. Y queríamos que los dibujos y el color transmitieran la idea de que, en todo momento, estábamos haciendo cómics contemporáneos: por eso dos álbumes (casi tres) son mudos, por eso no hay sobreexplicación en textos de apoyo, por eso se pretende una disposición de páginas de no más de cuatro viñetas en horizontal en la mayoría de los libros.
Durante casi un año antes de empezar a guionizar, servidor de ustedes leyó y subrayó, buscando los elementos anecdóticos que pudieran rodear los álbumes de la imprescindible capa de peripecia necesaria: la huida de unos presos franceses de un pontón sugirió la historia de la barca de “Las cuevas de María Moco”; la epidemia de fiebre amarilla que obligó a los diputados a escapar de Isla de León (hoy San Fernando) e instalarse en el Oratorio de San Felipe Neri nos dio en bandeja el toma y daca entre el niño Muergo y el liberal Agustín Argüelles; el romanticismo que nacía y los muchos periódicos de la época inspiraron la pareja de enamorados de “Domingo de Piñata”; la hermosa idea del pueblo de Cádiz iluminando la playa con fogatas para socorrer a los barcos tras la batalla de Trafalgar y la inquietud de quienes oyeron el fragor de la batalla desde tierra fue el eje donde se vertebró “Trafalgar”, nuestro primer título.
Los doce álbumes, poco a poco, cuajaron como una especie de teatrillo donde los personajes asomarían de un libro a otro, a veces como protagonistas, a veces como meros transeúntes: ahora que la serie está terminada pueden ustedes ver cómo Teresita la Reina aparece varias veces, igual que Chano y Sebastián, nuestra pareja de pícaros cómicos, o María la panadera y su hija Pepa, y hasta en la escena del último álbum que rememora los fusilamientos de Torrijo veremos el destino final del gacetillero Ernesto.
Fue uno de los principales problemas logísticos de esta historia: que cada dibujante comprendiera su labor en el mosaico de los doce álbumes, que compondrían una vez leídos todos una suerte de “novela gráfica”, y que el parecido físico, siendo tan distintos a veces los estilos de los muchos artistas, permitiera reconocerlos de un álbum a otro.
Escribir un tebeo histórico puede ser más o menos fácil, pero dibujarlo no lo es. Sobre todo, sobre una época de la que hay tan poco material gráfico donde basarse. ¿Cómo era Cádiz en 1812? ¿Qué calles son todavía reconocibles y podrían servirnos de inspiración plástica? ¿Qué esquinas? ¿Qué plazas? ¿Cómo eran las farolas, los cafés, los periódicos? ¿Y la moda? Goya siempre vino a nuestro encuentro, y a veces incluso el cine de cartón piedra de Cifesa. Pero siempre nos queda el resquemor: ¿Eran correctos aquellos uniformes? ¿Esos pantalones y ese sombrero? ¿Qué queda hoy del cementerio de entonces? ¿Había lunas en los escaparates de las tiendas? ¿Y la bandera? ¿Era ya la rojigualda (sabemos que no), o no merecía la pena ser puntillosos e identificar a España por otra distinta?
Los dibujantes tuvieron que ir entregando primero su trabajo a lápiz, para que al menos tres pares de ojos más buscaran algún gazapo inevitable. Desde el magistral dibujado con aspecto de mago de El señor de los anillos, que hubo que cambiar cuando se encontró la imagen real del personaje, al jinete que montaba al revés, o el equívoco al dibujar a Fernando VII en lugar de Carlos IV. Anécdotas que pudieron ser corregidas a tiempo, entre risas a veces, con apuro otras.
Han sido cuatro años de trabajo. Muchas horas de lectura, muchos lápices afilados, muchas pinceladas de color. Está mal que lo digamos nosotros, pero el experimento no se había hecho nunca en ningún otro sitio. No de esta forma. No con tanta dedicación de tanta gente como ha colaborado. Ha sido un trabajo conjunto: dibujantes, guionista, coloristas, asesor histórico, coordinador. Cada uno ha sabido, casi siempre, dejar a un lado sus manías y sus egos y ponerse al servicio de lo importante: la historia y el tebeo.
Han pasado cinco años desde que empezamos y al vértigo del paso del tiempo se añade la tristeza por el punto final. Quedan tantas historias por contar de Cádiz y con los gaditanos… Ojalá que un día podamos iniciar otro proyecto similar. Y ojalá podamos ver los doce álbumes recopilados en un solo libro.
Nos queda dar las gracias a toda la gente que nos ha arropado con sus prólogos; a Enrique del Álamo, el primero que confió en nosotros; a José Luis Almozara, que nos sirvió de enlace y voz de la conciencia cuando había retrasos; a José Luis Romero, que tomó el testigo; a la Oficina del 12, al principio, y al Servicio de Publicaciones de la Diputación de Cádiz, que nos ha permitido rematar la faena a pesar de la crisis.
Y a los lectores anónimos que siempre nos preguntaban cuándo saldría un nuevo número.
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