El teatro, como la historieta, se nutre de la síntesis. El cine también, pero utiliza otras herramientas y emplea de otra manera la elipsis. Por eso, tradicionalmente el problema que han tenido las obras teatrales al ser traspasadas a la pantalla, mayormente a la grande, es la necesidad de airearlas, de salir del espacio constreñido del proscenio, de que los personajes se muevan y anden y ocupen lugares distintos.
En Los Miserables encontramos cómo un medio, el cinematográfico, adapta y adopta otro medio, el teatral en su vertiente musical, y necesita idear un sistema narrativo que permita al mismo tiempo respetar la intimidad de unos personajes que se expresan a través de monólogos cantados en su mayor parte y por otro mostrar a esos personajes en unos entornos que alternen los exteriores con los interiores.
La película, queda dicho entonces, no adapta la novela, sino la adaptación bastante cribada ya de la colosal obra de Victor Hugo. Y si, en teatro, el espectador acepta que pasen veinte años en tres horas y goza y disfruta de los cambios de ambiente y la velocidad de la trama, en cine a veces esa velocidad hace que, paradójicamente, la película avance con lentitud. Enormemente fiel al libreto original (con la sola inclusión de una quizá innecesaria canción nueva, pero así se opta a un Oscar que de otra manera quedaría vedado), la película de Tom Hooper (un director que, pese a haber sido galardonado con un premio de la Academia viene de la televisión, y mucho se le nota), calca la narrativa teatral, pasando sin apenas transición de un tema cantado al siguiente, anunciando en ocasiones la fecha en que ocurren las diferentes acciones y poco más. Se echa en falta, o al menos lo eché yo, momentos de pausa dramática entre un tema y otro, música sin canciones, planos generales (establishing shots, que les dicen) que ayuden a fluir la acción y separar los tiempos: pero eso, claro, nos habría llevado a una película de cuatro horas.
Así, lo que en teatro se acepta con gusto porque el espectador va a hacerse engañar y a disfrutar como un cómplice del juego escénico, queda en pantalla apresurado o desdibujado: esto se nota especialmente en la relación amorosa a tres entre Marius, Éponine y Cosette, cuya historia de amor-desamor y flechazo no tienen la suficiente garra y acaba por resultar un poco increíble, precisamente porque en pantalla necesita un tiempo de exposición que la narrativa cinematográfica no le permite.
La película es "bonita", en tanto el material del que parte, tanto la novela como la obra teatral, son sobresalientes, y el trabajo de los actores es de sombrero. Flojea, ya digo, la dirección, donde unos CGI algo increíbles alteran con un abuso de primeros planos y una escena en las barricadas que suena a estudio. Curiosamente, en la versión teatral de la película es este momento de magia cuando el escenario consigue no parecerlo y el espectador entra en el juego de creer que, en efecto, está en una calle cualquiera del París en revolución.
Hooper rueda las canciones de Los Miserables con música en vivo a la que luego se añade la orquestación: las voces que escuchamos son las voces de los actores, lo que les permite expresar matices que de otro modo se perderían. Sin embargo, en contraste al plano general continuo que es la experiencia teatral, esta búsqueda de la intimidad obliga a rodar "de cerca", casi en permanente primer plano, para apreciar esos matices (Hugh Jackman o Anne Hathaway expresan tanto dolor en sus gestos como en sus voces), pero corre el riesgo de ser algo cansino. Es precisamente en el personaje que sale peor parado de la adaptación, Javert, interpretado por un tanto mecánico y desangelado Russel Crowe, donde el director se permite planos generales y tomas de vértigo espectaculares que restan fuerza, me parece, al caos interior del personaje.
Son Jackman y Hathaway los que más se entregan a sus papeles respectivos, y si hace semanas que se da por hecho que ella copará el Oscar a la mejor actriz secundaria de este año, a falta de ver a Daniel Day Lewis como Lincoln, Jackman se postula como un claro favorito. Es cierto que su voz no tiene la voz de tenor con la que la versión teatral nos ha presentado a Valjean, pero lo suple con creces con su entrega y su labor actoral. Ninguno de los actores, por bien que canten, está a la altura de los repartos del musical, pero compensan de manera extraordinaria esa carencia con unos matices interpretativos que los actores del musical (quizá, insisto, por aquello del plano lejano) no pueden mostrar. Se nota perfectamente quién es cantante (Samantha Barks o Colm Wilkinson, el Jean Valjean original, que aquí interpreta brevemente al obispo y que sin duda tiene que contener su vozarrón para no comerse a Hugh Jackman).
Los fans del musical no saldrán decepcionados de la película, y como película, aunque imperfecta, no resulta cansina para el profano a pesar de su metraje. Destacar en lo negativo la nefasta traducción y subtitulación, que inventa cosas, escamotea otras y recurre estúpidamente a la hipérbaton e incluso a la rima (¿es quizá un corta-y-pega de las letras de las canciones del musical español de los noventa?). Tampoco parece muy acertado haber doblado las partes dialogadas, escasísimas, que solo consiguen crear un brusco contraste innecesario en el acuerdo tácito que es siempre una obra musical.
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