Como el cine musical, las películas de James Bond llegaron a la perfección demasiado pronto, y ya con Goldfinger la serie entró en un molde reconocible y delirante, sometido a los vaivenes del pop, del que después ha intentado escapar no con demasiada fortuna, cambiando de actor por exigencias del inexorable paso del tiempo, sí, pero tratando, no solo desde ahora, de cambiar las exageradas estridencias de la franquicia por intentos de seriedad: recordemos la segunda vuelta al redil de Sean Connery para humanizar al personaje en Nunca digas nunca jamás; la búsqueda algo forzosa de la mesura de Solo para sus ojos; las primeras incursiones de Timothy Dalton y de Pierce Brosnan y, más recientemente, ese supuesto Ultimate 007 con Daniel Craig como improbable niño pijo reconvertido a espía con licencia para matar.
A lo tonto a lo tonto han pasado ya ocho años desde aquel lejano Casino Royale donde, más que reiniciar la serie, se intentó (como ya se había hecho antes, por otra parte) acercarla a la moda, y si antes vimos a Bond coquetear con el cine de artes marciales, la blaxploitation, la ciencia ficción starwarsiana o la aventura tipo Indiana Jones, ahora (entonces, y todavía) fue el otro JB, Jason Bourne, el referente. Sin miedo a exagerar, podríamos decir que fueron más jamesbondsianas las últimas entregas de Misión Imposible que las últimas películas de la franquicia. Y esos ocho años se notan, no solo en el coscorrón que supuso entregar una película de título ininteligible incluso para los públicos ingleses y para colmo sin guión, sino en la propia encarnadura física del agente secreto. Daniel Craig ha envejecido y la ira incontrolada de su primera aportación al personaje se ha convertido ahora en angustia vital: este Bond es una máquina de matar, posiblemente, pero siempre da la impresión de que él puede ser también (como Luther) víctima de sí mismo.
Skyfall, la última entrega de la serie, obvia en buena parte ese intento de reinicio, aunque al final no pueda evitar jugar al mismo juego y hacer, con la introducción de Moneypenny, un guiño tan obvio como innecesario. Casi podríamos decir que no está en la continuidad de las otras dos anteriores y que este Bond es el mismo Bond de siempre. La franquicia se ha convertido, hace ya décadas, en una marca propia con su propio universo narrativo, sus propios tics y sus propias normas, y la plantilla de sus aventuras ha quedado limitada a combinar una serie de elementos, a menudo en el mismo orden. Skyfall no escapa de esa constricción: no puede hacerlo. El seguidor de la serie (o de esa concatenación de películas sin ton ni son ni sentido de la continuidad que es la serie) reconoce elementos de un montón de películas, desde Al servicio secreto de Su Majestad a El mundo nunca es suficiente, de la que parece un remake.
Craig, que aportó al personaje la inexperiencia y la brutalidad, paradójicamente se descubre como el Bond más vulnerable: a nivel sentimental en las dos entregas anteriores, a nivel físico en esta, donde recibe un par de palizas apreciables, marra el tiro y se muestra, pese a que está petado el hombre, en baja forma física. Por lo menos mientras le interesa al guión.
Y el guión, como suele suceder en las películas de 007, es un puñado de contrasentidos y de escenas que se suceden una a la otra sin mucha lógica, o al menos con esa lógica de las películas de James Bond, donde el espectador no tiene tiempo de cuestionarse la plausibilidad de lo que está viendo en la pantalla, detalle que aquí falla un par de veces porque el plan maravilloso del agente secreto para poner a la jefa a salvo es más simple que el mecanismo de un botijo, no hay por donde cogerlo... y encima acaba como acaba. La servidumbre a la franquicia hace que tengamos chica-Bond pero menos, un bellezón de ojos artificialmente rasgados que dura menos que un tripi en una disco y cuyo óbito (uso la palabra culta para no hacer spoiler) ni siquiera provoca en 007 un pestañeo: debe ser que se vuelve insensible y/o ha aprendido ya el hombre.
Los inevitables altibajos de estas películas de escenas episódicas se remontan, y muy bien, con la aparición de Silva, el personaje de Javier Bardem que interpreta Javier Bardem (no, no lo he escrito mal, oigan), un psicópata como son todos los psicópatas desde Hannibal Lecter (más bien desde Buffalo Bill) y que hace una interpretación apabullante que sin duda ganará en versión original, porque la voz que le han puesto (no se dobla a sí mismo) no pega ni con cola. Pero tranquilos, tampoco pega la voz de Craig... ni la de la bella extranjera de turno doblada por la misma señora o señorita con la patata en la boca.
La película intenta psicoanalizar a los personajes, y ahí es donde se queda a medio camino entre lo naif y lo chusco. Justificar el título de la película con la manor familiar y su oscuro pasado no explicado es un pelín tosco. Y el juego materno filial a tres no llega a ahondar lo suficiente para aclarar si se trata o no de una paranoia de Silva o una cobardía por parte de los guionistas. Todo parece indicar, en efecto, que Silva es hijo de M (la peluca del mismo color, los ojos achinados como chino es el hombre que acompaña a M cuando era jefa de la sección en Shangai), pero la cosa queda ahí: un esbozo de relaciones madre-hijo(s) donde gana el adoptado por encima del ¿natural? y que, por cierto, tampoco consigue que Bond suelte una lagrimita. Cabría esperar que M se mereciera un entierro de estado, pero eso se escamotea en el metraje. La sustitución de Judy Dench por un nuevo M (Gareth Mallory) estaba tan cantada que uno sigue pensando que la Dench tendría que haber sido sustituida antes (su fisico ya no impresiona como antaño) y que el nuevo M, dadas las resonancias artúricas de su nombre y apellido bien podría ser un agente infiltrado de aquella organización post-Spectra de la que nunca más se supo: Quantum.
Falla el final, demasiado oscuro y poco espectacular para lo que estamos acostumbrados: Sam Mendes no es precisamente un buen director de escenas de acción. Y ya digo que sobra ese deseo de hacer retro-continuidad, post-continuidad o re-coontinuidad con la introducción de una nueva Moneypenny. Pero la película entretiene, tiene una buena banda sonora, Craig es la primera vez que me convence como Bond y ahora vuelven a tener la pizarra en blanco para contar otra vez lo mismo de otra manera, o de la misma, si son capaces.
Cincuenta años de Bond. El misterio es que, desaparecidas muchas de sus señas de identidad (el tabaco, las mujeres, la ironía cruel, la guerra fría) siga aguantando. Y lo que le queda.
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