Tiene la lluvia un reflejo de infancia y a la vez, ya, me trae temores de la vejez y del futuro. La alegría por las primeras gotas del año se convierte pronto en preocupación por los enseres en los que uno ha ido montando su pequeño aliño indumentario por la vida: la salud del coche, la inundación de la calle, el miedo al catarro traicionero cuando todavía la manga corta no es una pretensión snob, sino una necesidad de este verano largo que ya no desemboca en otoño, sino en invierno.
Ves la lluvia a cubierto y te apetece verla al descampado, pero si te moja hasta las trancas y te empaña las gafas y te riza el pelo lo que se apetece, de verdad, es verla detrás de los cristales de tu casa, esos que tiemblan y se nublan y te ofrecen fugazmente el mundo reducido que es tu calle o el patio del colegio como una postal parisina.
Llueve y se barrunta el viento frío de la malvada bruja del este que imaginamos riendo más allá de las nubes. Llueve y se antojan, pero cada vez menos, las tardes de calefacción y silencio escuchando música o leyendo a ratos. Llueve y se teme la exhibición del rayo y la amenaza del trueno, las calles que se anegarán, los niños que al salir o al entrar en el colegio se pondrán pipando. Llueve y la ilusión del primer momento se convierte en molestia y en añoranza de todo lo que no supimos hacer en verano.
Que llueve, carajo.
Comentarios (12)
Categorías: Visiones al paso