Bastaba una malla y en ocasiones una máscara. La capa era un elemento decorativo opcional. Fueron la puesta al día de los héroes de los pulps, a los que acabarían por destronar de su efímero reinado, pero sus orígenes estaban en el circo y en las variedades: en sus pintorescos uniformes se cruzaron la estética del forzudo y del saltimbanqui, el sentido del disfraz de La Pimpinela Escarlata tamizado por los manierismos del Cary Grant de La fiera de mi niña y la sorna misteriosa de Don Diego de la Vega, que sobrevivió a la maldición de Capistrano embozándose en la máscara del Zorro.
Muchas décadas más tarde aprendimos a llamarlos superhéroes.
Nacieron cuando el medio de la historieta era joven, pero sus antepasados más ilustres habían habitado el Olimpo y los sueños de todas las mitologías del mundo. Llegaron en un momento clave de expansión de la historieta como mass media no necesariamente vinculada a los periódicos, cuando se atisbaba una guerra en el aire y hacía falta inflamar de patriotismo las lecturas de unos chavales que iban a morir o a sentir la muerte en sus familias dentro de muy poco. Fueron también el escudo donde el inmigrante judío se disfrazó de gentil para no ser perseguido en una sociedad que se jactaba de permitir ser felices a todos los que llegaran a esa tierra de promisión que llamaron América.
Encarnaron la ciencia ficción y el misterio, la fantasía y la crítica social, el enorme abismo que existía entre la realidad y los deseos.
Y los crearon muchachos que apenas rondaban los veinte años o incluso eran menores de edad. Lee Falk, el padre no reconocido de todos ellos, con su Mandrake the Magician y su The Phantom. Y Jerry Siegel y Joe Shuster con Superman, el personaje que no quisieron los periódicos. Y Bob Kane (con Jerry Robinson y muchos otros) con The Batman.
Se convirtieron en los personajes por antonomasia del medio de la historieta, hasta el punto de eclipsar, a lo largo de las décadas, a todos los demás géneros. Identificables a simple vista por sus ajustados disfraces de colores, sus cualidades les permitían hacer lo que ningún otro personaje del tebeo había hecho hasta entonces: saltar para después volar, investigar balanceándose de extraños artilugios y provocar el miedo en sus oponentes. Tuvieron éxito y tuvieron imitadores. Hubo mujeres de maravilla que lo mismo sucumbían a las cadenas y las ligaduras que ataban y encadenaban ellas mismas, arqueros que disparaban flechas con la precisión del Robin Hood en quien se inspiraban, robots que volaban convertidos en fuego, hombres submarinos de orejas puntiagudas y patriotas que adoptaban la bandera como algo más que un uniforme de circo.
Se hicieron tan populares que pronto dieron el salto a otros medios. A la radio, primero, de donde aún repetimos la cantinela (“¿Es un pájaro? ¿Es un avión? ¡Es Superman!”), a los dibujos animados después, a la televisión y a los seriales sabatinos. Y, sí, también a las ligas mayores de los periódicos.
En algún momento de su andadura, se convirtieron en universo. O al menos compartieron aventuras y títulos (World’s Finest). Descontando, obviamente, la radio y los dibujos animados, los tebeos siempre fueron los que mejor expresaron la física imposible de sus hazañas. El cine, y la televisión, siempre fueron a remolque, limitados por la tecnología y los presupuestos. Echa uno hoy un vistazo a los viejos seriales de Superman y se sorprende de su ingenuidad y su falta de espectacularidad; comprende las carcajadas de la mansión Playboy cuando los allí congregados se reunían a ver los seriales de Batman (lo que redundó en el matiz deliberadamente kitsch de la serie de televisión de los años sesenta protagonizada por Adam West) y agradece haber vivido en directo los tiempos, avanzado ya 1978, en que los efectos especiales nos hicieron creer, de verdad, que un hombre podía volar aunque hiciera falta llamarse Christopher Reeve para hacerlo.
Superman y Batman son los superhéroes más conocidos del mundo. Han trascendido hace tiempo la historieta para convertirse en iconos. En símbolos. En mitos. Sus aventuras ya no pertenecen solo a los universos de papel, sino que se extienden por las salas de cine del planeta entero. El superhéroe ha conquistado las pantallas.
Y esos dos personajes, creados por aquellos tres muchachitos judíos que ignoraban que estaban dando alas a un medio, dan hoy alas a otro.
Basta una malla y en ocasiones una máscara. La capa, ya les digo, es opcional.
Añádanle unas gotitas de ingenio.
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