Los finales de curso tienen un algo de melancolía, o será que los profesores repetimos curso siempre. Y por eso, a las promociones que se marchan y a las que uno volverá a ver de tarde en tarde, disimulando convenientemente que ya no recuerdas sus nombres, se suma a veces la sensación de soledad y de tristeza cuando algún compañero no renueva, o se marcha a otro destino, o cae enfermo y no sabes cuándo podrá volver a incorporarse.
Los finales de curso tienen esa mezcla surrealista de decir al mismo tiempo adiós y hola, de querer descansar y sin embargo seguir despertándote sin querer a las seis y pico de la mañana, de no ser capaz de desorganizar tu disciplina ni organizar tu ocio hasta que ya suele ser demasiado tarde.
Es tiempo de sentirte, al menos en Cádiz, forastero en tu propia tierra, cuando tus bares y restaurantes favoritos se invaden de cuerpos ajenos y eres tú, ay, quien acaba pagando el pato de lo malo que es el servicio. Es tiempo de aburrirte ante una televisión que repite o repone o tira por el camino fácil de no ofrecer nada interesante, quizá porque piensa que la gente no está sentada allí delante, compartiendo una sandía o un cubata por las noches.
Y uno reflexiona y se compara con cómo fue hace justo doce meses, qué perdimos y qué ganamos el fin de curso pasado, qué profesores ya no nos han acompañado este último curso, qué promociones se han perdido en los recuadritos de papel cubierto de cristal de las orlas en los pasillos de la planta baja. Y cuando enfila la autopista y se traga los ciento y poco kilómetros que nos separan de Sevilla y tiene que hacer de padre y chófer para recoger los bártulos que, durante nueve meses, tu hijo ha ido acumulando en la residencia que le ha ocupado buena parte de su vida y buena parte de mis ahorros, no puedes, por más que lo intentes, sino comparar esta sensación de extrañeza al ir acumulando maletas y folios y libros e impresoras con esa puñalada de soledad, de desconcierto, que sentiste allá por la última semana de septiembre, cuando lo dejaste en ese mismo sitio donde lo recoges hoy como si fuera un gatito abandonado al pie de una carretera. Pero han pasado nueve meses y todos hemos cambiado, nos hemos hecho más fuertes, o nos hemos acostumbrado al ritmo vertiginoso y sibilino de los cambios.
Si el verano empieza así de melancólico, no quiero ni pensar qué nos deparará el otoño.
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