Primero quise ser Karl May. O quizás quise ser Homero. Y luego quise ser Serrat. En el batiburrillo de la adolescencia, cuando uno quiere tener su propia voz y esa voz resulta que ya la tienen otros, porque son otros los que escriben los poemas o las historias con las que te distraes o con las que te identificas, el mundo de la ciencia ficción, que conocía y amaba por los tebeos y las novelas de a duro, me permitió conocer a Asimov, conocer a Clarke, pero quien me descubrió, para el anteproyecto de escritor que yo soñaba ser, que literatura y ciencia ficción, que belleza y palabra podían ir unidas fue un señor llamado Ray Bradbury.
Yo había visto un lunes por la noche, en la tele, en un programa que inventó Manuel Martín Ferrand en directo desde un cine de Madrid, la adaptación que François Truffaut hizo de Fahrenheit 451, y algún tiempo después, antes incluso de zambullirme en las aventuras de Montag y su feroz reivindicación de la cultura contra la opresión, paseé por las arenas de Marte y me supe heredero del holocausto de una civilización que fue agua y música.
Durante un tiempo, mis amigos que querían ser poetas y sabían que yo quería ser novelista de ciencia ficción me regalaban libros de Bradbury, aquellos libros de Bradbury de Minotauro cuando Minotauro era Minotauro, aquellas traducciones argentinas que le daban un tono cantarín que a veces costaba entender: la voz de la nostalgia, el sonido de las chicharras, el verano de los cohetes que, lo descubrí por entonces, Dan Barry (o Harry Harrison) había homenajeado en su primera tira de Flash Gordon.
Fue en un tebeo, Mundos Desconocidos de la Ciencia Ficción, donde vi una foto de Ray Bradbury montado en bicicleta y hablando de su amor por el Tarzán de Foster (dicen que el viejo Hal le regaló una página de Prince Valiant) y aquel pasado de infancias de naranjas y vinos de verano que entroncaba con la literatura de la nostalgia que siempre me ha recordado a otro grande, a otro amigo, Mark Twain.
Le perdí la pista a Ray Bradbury durante muchos años, más tarde, cuando la ciencia ficción y la libertad vinieron de la mano y los géneros se multipicaron como un arco iris de magia. Y lo volví a recuperar hace un par de años, cuando para Minotauro, esa Minotauro que ya no es la Minotauro que fue, me encargó la traducción de sus dos últimos libros publicados en castellano.
Fue cerrar un ciclo, en cierto modo. La cuchara que pasa del alumno al maestro.
En las arenas rojas de ese Marte de ensueño, los niños sin ojos buscan en el recuerdo de los lagos la figura de su padre.
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Categorías: Ciencia ficcion y fantasia