Sé que es la versión made-in-America de una longeva serie británica, y ya sabemos todos que los británicos siguen siendo los que mejor hacen las series de televisión del mundo. Sin embargo, porque uno no puede estar en todo y la serie original, ya digo, es longeva (de 2004), no he podido todavía echarle el diente a los Gallagher ingleses... entre otras cosas porque estoy irremediablemente enganchado a los Gallagher americanos.
Pero claro, de los ingleses uno se lo espera todo: que sean ingeniosos hasta el insultante límite de la genialidad, que sean malhablados, groseros, que hagan crítica social y no se dejen manipular por los convencionalismos de la televisión. Y es más difícil que todo eso se de, a la vez, en la televisión norteamericana, aunque sea por cable. Cosa que, albricias, se da en este Shameless americano que es capaz de ser fiel al espíritu, a la letra y al traslado de emplazamiento (el entorno inglés se nota debajo en los primeros capítulos de la primera temporada pero desaparece en la segunda y de momento última) para entregar una serie que es salvaje y tierna al mismo tiempo, subversiva y poética, con unos personajes redondos, cada uno glorioso y patético a su manera en un mundo que se ha hundido hace tiempo y que quizá preludia el mundo al que nos vemos abocados no ya poco a poco, sino acelerando y sin frenos.
Los Gallagher son una familia disfuncional, en tanto los padres se han escaqueado de sus funciones por su mala cabeza, dejando el peso del control familiar a Fiona, una chica que quizá ni siquiera tiene veinte años y que debe llevar adelante al resto de la familia, compuesta por un hermano de alto cociente intelectual pero inseguro (Lip), otro hermano homosexual que quiere ser marine (Ian), una modosita y melancólica hermana menor tendente a la depresión y la obsesión (Debbie), un hermano de diez años aficionado a las armas que algún día, me temo, acabará convertido en un psicópata (Carl), y por último el benjamín de la familia, el bebé Liam, que casualmente es negro.
Todos, bajo la tutela interpretativa del padre, Frank, un inmenso William H. Macy que borda a ese sociópata borracho y drogadicto, ladrón y canalla que sobrevive y mete la parta y vuelve a sobrevivir para volver a meter la pata. Hay mucha picaresca en las historias (sumemos a Steve/Jim el pijo pretendiente de Fiona), ningún personaje es positivo ni negativo: son corchos que flotan en el mar de unas vidas que están llenas de peripecias y de dificultades. Hay sexo, hay drogas, hay robos y hay, sobre todo en la segunda temporada, una visión terrible de la familia, curiosamente no en los Gallagher, sino en la de los vecinos, donde el incesto o el asesinato están a la orden del día.
La segunda temporada, además, enfrenta al gran Frank con dos pesos pesados que explican en buena parte su categoría de escoria humana: su feroz madre y su exesposa Monica, quien en los últimos episodios da un recital interpretativo de lo que es ser bipolar.
La serie tiene muchos momentos de humor descacharrante y otros tantos de tragedia inevitable. Cada uno de los personajes secundarios que asoman (y asoman muchos) está lleno de matices que los convierten en repelentes y atractivos al mismo tiempo, odiosos y encantadores, pobres diablos de un mundo que los ignora.
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